Violet Evergarden - Booklet 11

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 DIETFRIED BOUGAINVILLEA SI

 

 En los límites de su soledad, cierta bestia salvaje encontró la esperanza. La esperanza más abrumadoramente fuerte y a la vez frágil que había visto hasta entonces entre los seres vivos.

La esperanza de la bestia - Dietfried Bougainvillea - era ese tipo de persona.

Usaba un lenguaje abusivo y tenía una actitud arrogante hacia los extraños. Su espíritu era como la hoja de una espada desenvainada. Había elementos adorables en él, pero tenía una torpeza que lo hacía arruinarlo todo él solo.

La bestia había encontrado a este hombre. Estas dos almas terriblemente ineptas no se llevaban bien, pero habían conseguido acercarse entre sí.

Como luchar era lo único que la bestia sabía hacer bien, había hundido en el mar a muchos de los enemigos del hombre. El hombre concedió entonces a la bestia el estilo de vida de una persona y se convirtió en su guardián. Aunque los dos nunca hicieron ningún trato, así era como funcionaban.

Mientras tanto, algo que podría considerarse "sentimientos" comenzó a brotar en el interior del despiadado hombre. Algo peligroso que debilitaba a quien los tenía.

Esta emoción era innecesaria. Tenía que desecharla. Lo mejor era mantenerse alejado de la bestia.

O eso pensaba el hombre, pero la bestia se negaba. ¿Podría separarse de ella o no?

La bestia y el hombre se enfrentaron intensamente en ese momento, pero al final, el hombre cedió. Se volvió incapaz de soltar a la bestia, que le imploraba que no la dejara sola. Resignado por no haberla desechado cuando debía, el hombre decidió convertir a la bestia en un ser humano.

¿Qué hacía falta para que una persona se convirtiera en humana?

 

 

 

 

El barco estaba en llamas.

Las chispas se esparcían por el océano en medio de la oscuridad. Los rugidos furiosos de los hombres de la Marina que salvaguardaban los mares resonaban, ahogados por las olas. Impropios de una noche tan hermosa, sus gritos se dispersaron por los reverberantes sonidos de las explosiones, fundiéndose en el mar.

En las batallas navales, a diferencia de las terrestres, los escombros apenas se veían a simple vista.

―¡LISTOS PARA DISPARAR!

Después de todo, las olas arrasaban con todo. El pánico, la tristeza, las personas que una vez estuvieron allí e incluso el tiempo mismo no eran más que asuntos triviales para las grandes profundidades.

El mar lo borraba todo. Todo hasta su propio fondo.

Así de abismal y fría podía ser esa cosa llamada océano: se lo tragaba todo.

―¡NO VACILEN! ¡DISPAREN, DISPAREN!

La Guerra Continental se intensificaba. Los soldados se veían obligados a luchar no sólo en tierra, sino también en el mar.

―¡VA A SACUDIR EL CASCO! ¡PREPÁRENSE!

―¡NO SE QUEDEN SIN DECIR NADA; SI NO QUIEREN MORIR, MUÉVANSE!

―¡¡¡COMIENCEN A DISPARAR!!!

Los buques de guerra de Leidenschaftlich - el orgullo de la nación militar - estaban bajo un intenso fuego de los buques de guerra del bando enemigo.

―¡EL ENEMIGO ESTÁ DISPARANDO!

Si nos guiamos por meras suposiciones, Leidenschaftlich acabaría obteniendo la amarga victoria de esta batalla naval y el buque de guerra que estaba ardiendo en ese momento llegaría sano y salvo a la capital, Leiden, pero esta no era la parte de la historia que debe contarse.

―¡PREPÁRENSE PARA EL IMPACTO!

Lo que debe contarse en esta historia es que un hombre no había sido capaz de pronunciar el nombre de una chica, que había sido arrinconada en medio de una situación tan crítica.

En medio de la extremadamente turbulenta batalla naval, el capitán de navío Dietfried Bougainvillea buscaba desesperadamente con la mirada a su propiedad, una chica soldado. Al borde de su campo de visión, el ataque del buque de guerra enemigo era inminente.

-¡Con lo ligera que es, se caerá de la cubierta por el impacto de los bombardeos!

Efectivamente, Dietfried divisó su cuerpo flotando ligeramente en el aire en el corazón de la nave en llamas.

Entonces, un grito inaudible se escapó de su garganta. Por supuesto que lo haría. Lo que quería gritar -su "nombre"- era algo que no existía. Después de todo, él siempre la había llamado "tú".

―Algún día le pondré un nombre. ¿Debo elegir uno ahora? No, puedo hacerlo más tarde.

Mientras pensaba esas cosas, acabó llegando a este punto sin nombrarla nunca.

--Eres mi... ¿Mi qué? Eres mi...

¿Su herramienta? ¿Su monstruo?

--Eres mi...

Sus pensamientos no guiaron bien las palabras y sólo el pavor de perderla siguió proliferando. Al final, la chica arrojada al mar alcanzó a ver los ojos esmeralda de Dietfried. Ninguno era profesional de la comunicación, pero Dietfried sin duda sintió que la chica dijo algo en ese momento.

Algo así como: "No me importa que me abandones".

Así que Dietfried echó a correr. "No me jodas", quiso decirle.

―¡Agárrate!

Cuando estaba a punto de caer, la muchacha agarró por reflejo la mano tendida hacia ella, y Dietfried estuvo a punto de caer al oscuro mar con ella, pero esta vez, uno de sus subordinados lo sujetó por las caderas, con lo que de algún modo pudo mantenerse firme.

Aunque la soldado solía ser capaz de matar a varios enemigos como un demonio, su cuerpo era demasiado delgado y ligero. Al abrazarla, Dietfried fue incapaz de moverse durante unas decenas de segundos por el exceso de miedo.

―Hah, hah...

El miedo a perder esta "herramienta" le producía temblores.

Tenía que levantarse. La guerra todavía no había terminado. Para no perder a esta chica ni a sí mismo, Dietfried, el comandante, debía tomar la iniciativa. Sin embargo, su cuerpo no podía moverse lo suficientemente rápido.

―Capitán.

Los dos se miraron una vez más. Esta vez, los ojos de ella decían: "No me deje ir". A pesar de que ella había elegido la muerte justo antes, simple y llanamente.

Su egoísmo desmedido provocó en Dietfried un intenso deseo de matarla, pero en contra de sus pensamientos, la abrazó con fuerza. Sus latidos se fundieron.

Esto se convirtió en un punto de inflexión para él y para ella.

Sin embargo, a partir de ese momento, Dietfried tardó años en hacer uso de este punto de inflexión. Mientras tanto, la Gran Guerra, también llamada Guerra Continental, mostró un rápido desarrollo y estaba llegando a su fin.

La peculiar existencia de esta chica soldado se convirtió en un recuerdo borroso después de la guerra, pero como siempre, Dietfried continuó dándole misiones como su herramienta. Dietfried explicaba a los que le rodeaban que esto se debía a que no había tenido tiempo de tomar una decisión en medio del ajetreo del proceso de posguerra, pero en realidad, la opción de dejarla marchar ni siquiera se le había pasado por la cabeza. Ya era un hecho que los dos actuaban juntos, fueran donde fueran o hicieran lo que hicieran.

Al haber ganado tiempo libre viviendo lejos del campo de batalla, la muchacha había cultivado habilidades lingüísticas, aprendido educación general y comenzado a estudiar tácticas militares, convirtiéndose en poco tiempo en una secretaria competente.

―Capitán, la mansión de la que nos habló ya estaba cedida. Tenemos dos o tres opciones más, pero la luz del sol de la tarde que tanto le preocupa es pobre en ellas, por lo que creo que son inadecuadas. El presupuesto es abundante, así que quizá lo mejor sea simplemente construir una.

―A ti, ¿quién te metió esa idea en la cabeza?

Como era de esperar, ella, que ya no podía considerarse una simple soldado, aún carecía de nombre.

Los dos mantenían en ese momento una conversación sentados en una cama del dormitorio de la Marina. Era por la mañana, y como Dietfried no estaba listo, la muchacha le peinaba diligentemente.

―Lord Gilbert dijo que quiere poner a su disposición unas tierras propiedad de los Bougainvillea. Y lord Hodgins dijo que puede presentarle a un buen arquitecto de Leiden.

―¿Me estás diciendo que consiga un terreno que es propiedad de mi hermano menor?

Su especialidad era anudar las trenzas con rapidez hecha por sus suaves y pálidos dedos con una cinta como toque final. Una vez decidido el peinado, terminarlo era fácil. Con paso firme, la muchacha preparó a Dietfried para el día.

―Según Lord Gilbert, Capitán, ha abandonado la totalidad de su herencia familiar a estas alturas, así que él quería que usted tuviera al menos esto.

―¿Tu 'Lord Gilbert'?

―Su Lord Gilbert.

―¿Y qué le dijiste?

―Que lo más probable es que lo hiciera enojar.

Silencio.

―Sin embargo, Lord Gilbert insistió, de ahí que me presente ante usted.

Dietfried fulminó con la mirada a la muchacha. Ya llevaban un buen número de años juntos, así que el hecho de que ella le dijera que le habían hecho tal propuesta era un error en sí mismo. Ella también lo sabía. Aun así, sacó el tema. Los ojos de Dietfried le preguntaban "por qué".

―¿Qué vas a hacer por mí ahora que estoy enfadado tal y como habías predicho?

―Hoy ya tengo asegurado un vino que estará en stock en una tienda de la ciudad. Iré a recogerlo más tarde. Es el que me dijo durante la guerra que 'quería beberlo pero no lo encontraba'.

Silencio.

―Al parecer, por fin ha empezado a circular. Además, he descubierto quién era el autor del cuadro que estaba mirando el otro día. Ya falleció, pero por lo visto su desconsolada familia conserva sus obras, así que será posible mostrárselas en nuestro próximo día libre.

Tras ponerse la chaqueta, Dietfried se dio la vuelta y miró a la chica. No hablaba con tono de irritación, sino de mal humor:

―Eh, tú, no vayas a pedir permiso para un día libre cuando yo podría decir que no voy.

―Pero capitán, usted dijo que estaba desolado por la pérdida de tantas obras de arte durante la guerra. Nunca adquirió ninguna obra del artista que le gustaba, ¿verdad? La desconsolada familia parece vivir en la pobreza. Dijeron antes que, en lugar de que alguien comprara las obras con unas pocas frases, era mejor que las tuviera alguien con un sentido estético incuestionable, por el bien de las generaciones futuras...

La chica tenía la boca cerrada en ese momento. Después de todo, Dietfried le había apretado los extremos de la trenza contra los labios sin decir nada. Hacía tiempo que había olvidado qué había provocado aquello, pero Dietfried lo hacía cada vez que le decía "cállate". También podía considerarse un pequeño juego entre ellos.

Los ojos de la chica, de un azul más vivo que el del mar, parpadearon lentamente mientras miraban fijamente a Dietfried.

―Muy bien, eso es. Silencio.

Silencio.

―No necesito la tierra de las Bougainvillea. De todas formas, vas a volver a ver a Gil, ¿no? Entonces dile cara a cara que no diga eso nunca más. Si es posible, compraré ese vino cada vez que llegue a la tienda, así que ve a negociar con el dueño para hacer una compra regular a nombre de Dietfried Bougainvillea... En cuanto a nuestro próximo día libre...

Silencio.

―¿Dónde vive esa familia desconsolada?

Silencio.

―Dímelo.

La chica señaló en silencio la trenza que aún tenía apretada contra los labios.

―En Lontano. Está dentro del territorio nacional, así que podemos ir y volver en el mismo día. En cuanto al transporte...

―Iré con mi coche nuevo. Además, no te olvides de preguntarle al tendero de Canaria Taylor si la chaqueta y los pantalones que encargué están listos. Si lo están, iré allí mañana para hacer los últimos ajustes. Me los pondré en mi próxima escapada. Está claro que vas a venir. No hagas planes con Gilbert.

―Entendido. Lo tengo todo memorizado.

Cada vez que esta chica lo decía, resultaba que realmente había memorizado todo exactamente como Dietfried se lo había dicho. Lo único que Dietfried no discutía con ella era sobre lo que él decía y no decía.

--En serio, es tan brillante que da escalofríos.

Eso se debía a que una vez tuvo experiencias muy desagradables en las que le repetían como un loro sus propias afirmaciones con una voz peculiar. Era vagamente consciente de ello, pero este loro -más bien, esta chica- que Dietfried había recogido poseía una gran inteligencia. Al principio, no sabía hablar correctamente y parecía incapaz de aprender a leer o escribir, pero debido a que no quería que Dietfried la desechara, no escatimó esfuerzos, por lo que su desarrollo fue visible y ahora era un objeto esencial para Dietfried.

―Háblame luego de su árbol genealógico. No tienes sentido de la belleza para los regalos, así que lo haré yo.

Los campos en los que Dietfried podía vencer a esta chica eran de un número limitado. Cuando se trataba de habilidades de pelea, él, que se estaba debilitando con la edad, estaba en el mejor de los casos a la par con ella, que podría decirse que estaba en su mejor momento, pero dependiendo de la situación, sería completamente derrotado.

―Sí, no he cultivado conocimientos en esa área ―La chica asintió con prontitud, para nada empeñada en ganar a Dietfried.

―Porque tienes cero calidad artística.

―Exacto, capitán.

Aunque ella era imprescindible para él, habían llegado a este punto sin que él le diera nombre. Según las suposiciones de Dietfried, la niña pronto iba a cumplir catorce años.

Confiando a la niña sus diversas tareas, abandonó el dormitorio y se marchó a trabajar al Ministerio de Marina.

Dietfried se dirigió a su despacho, sacando un cuaderno del cajón de su escritorio. Tal vez por haberle dado la vuelta una y otra vez, las esquinas del cuaderno estaban hechas jirones. Seguramente era un objeto que solía llevar consigo no después de la guerra, sino durante el tiempo de trabajo. Tenía escrita su fecha de servicio.

Presintiendo por la quietud de los pasillos que nadie entraría, Dietfried abrió el cuaderno. En él, desde la primera hasta la siguiente docena de páginas, había una lista de opciones de nombres. Desde nombres de chica hasta otros neutros.

Se notaba que no había seguido llamándola "tú" simplemente por obstinación infructuosa, sino que se lo estaba pensando bien y todavía no había tomado una decisión.

--Ni idea de cuál le gustaría.

Dietfried era un tipo de perfeccionista no muy bueno.

Algunas de las opciones estaban encerradas en círculos, y allí estaban escritas cosas como las razones por las que dichos nombres eran buenos e incluso el folclore asociado a ellos. Tal vez el número de personas que harían algo tan meticuloso era escaso incluso entre los padres que esperaban el nacimiento de un bebé.

--Siento que ninguno de ellos le encaja.

El resultado de esta negación repetida era su situación actual. A menos que obtuviera buenos resultados, no se atrevía a hacérselo saber al otro. Era de esa clase de hombres, y por eso, una vez que abandonó el hogar familiar, desapareció sin dejar rastro, como si su paradero se hubiera perdido hace tiempo, pero cuando se convirtió en un excelente oficial de la marina, la brecha entre él y su familia se había ensanchado hasta un punto irreversible y su padre había fallecido.

Un perfeccionista problemático. Ese era Dietfried Bougainvillea.

-¿Debería dejarla elegir?

Dietfried tenía determinación cuando se trataba de trabajo.

--No, no puedo hacer eso después de pensarlo tanto. Soy yo quien debe dárselo.

Sin embargo, era un hombre que no podía hacer las cosas a medias cuando había sentimientos de por medio.

--Debería hacer al menos esto por ella.

Nunca había hecho nada como es debido, ni siquiera por su hermano menor, al que más quería en el mundo. No porque fuera tímido ni nada por el estilo, sino porque era retorcido.

Su entorno familiar había sido un factor importante para que se convirtiera en ese tipo de persona, pero la razón por la que aún no le había dado un nombre a la chica bajo su custodia incluso ahora, años después de su primer encuentro, era quizá el veneno que llevaba dentro. Siendo como era, a la chica tampoco le importaba que se refirieran a ella como "tú".

La gente que no era Dietfried la llamaba "Undine", ya que entre el personal militar se había extendido la infamia de la "Undine de Leidenschaftlich", famosa por aplastar barcos enemigos. De hecho, pensaban que era su nombre.

A pesar de decirle que se diera prisa y decidiera un nombre para ella cada vez que se encontraban, el hermano menor de Dietfried, Gilbert, y su amigo, Hodgins, también habían establecido un diálogo con ella llamándola "Undine" y "Pequeña Undine".

En el ejército se la consideraba un arma sin nombre registrado, pero a mitad de camino se convirtió en el "Puño Bougainvillea".

Ni siquiera daba nombre cuando se relacionaba con el exterior. Cuando se ponía en contacto con la tienda para pedir vino o con la desconocida familia del artista, por ejemplo, se presentaba como "secretaria de Dietfried Bougainvillea".

Era una mentira que Dietfried le había enseñado a decir a las personas con las que no quería relacionarse, así como a inventar una excusa y mandarlas al carajo. Había llegado al límite de sus habilidades dominándola.

Al mantener una conversación despreocupada con ella con su voz de carillón de viento, en el momento en que la otra persona se encontrara pensando "Ahora que lo pienso, ¿cómo se llamaba?", la llamada ya habría terminado. La siguiente también terminaría con un "es la chica secretaría". La chica tampoco tenía amigos ni pareja, pues Dietfried la trataba como a una de sus imprescindibles.

Ella no se sentía incómoda por nada de eso. El único que se sentía molesto por su nombre era Dietfried.

Aquel día, aquella vez, en aquel barco en llamas, Dietfried no tenía nombre para llamarla. Si ella hubiera muerto entonces, ¿cómo pretendía referirse a ella cuando estuviera de luto?

"Tú". "Mocosa de mierda". "Ella". "Monstruo". O tal vez "Sin nombre".

Ninguno de ellos era apropiado para una vida que había tomado bajo su protección tras decidir que no la dejaría marchar.

Dietfried se postró sobre su escritorio y dejó escapar un raro suspiro. Ya era hora de que se decidiera.

Aunque aquello resultara ser un mal final para él.

 

 

Unos diez días más tarde, por fin pudo ganarse unas vacaciones en las que podía salir con tranquilidad. Dietfried y la chica se levantaron temprano por la mañana y fueron en coche a la ciudad  llamada Lontano desde Leidenschaftlich.

Lontano era una ciudad de arte. Tenía museos, teatros donde se representaban obras y orquestas, y mercados de libros antiguos. Estaba construida de tal manera que la gente que disfrutaba con estas cosas se divertía paseando por cualquier parte.

La estructura de la ciudad consistía en un castillo en su centro y casas agrupadas en sus alrededores. La casa del artista por el que Dietfried estaba allí se encontraba en las afueras de la ciudad. Sólo una casa principal en la que, como mucho, sólo podían vivir dos o tres personas. La residencia no guardaba relación con la ciudad artística, ésa era la impresión que daba a quienes entraban en ella.

―Antes atendíamos el castillo del centro de la ciudad. El dueño del castillo ya no está aquí, así que... desde que se convirtió en una atracción turística, la ciudad se volvió rara, ya ven.

Quien dijo esto mientras les daba la bienvenida fue la madre del artista. Dietfried quiso decir algo a las palabras de la mujer, que calificó de "raro" el exuberante estado actual de la ciudad, pero se lo guardó. El desarrollo de Lontano había comenzado en una época moderna, así que desde el punto de vista de una familia que había residido en la ciudad desde siempre, su forma actual debía de ser una herejía.

Cuando la señora que los recibió los guio hasta el sótano, por fin pudieron ver las obras de arte. El sótano, que era sobre todo un almacén, tenía una iluminación escasa y un fuerte olor. Al parecer, la señora había guardado todas las obras del artista fallecido, ya que le resultaba demasiado difícil mirarlas.

Antes de que Dietfried se diera cuenta, estaba diciendo:

―Quiero llevarme todas las que pueda.

No podía permitir que los cuadros que tan honda impresión le habían dejado se perdieran en aquel sótano, y sólo de pensarlo surgía en él un sentimiento. Era la sensación de salvar a alguien que estaba al borde de la muerte.

Escogió las obras de arte que quería rescatar en primer lugar y por el momento, y mientras hacía que la muchacha, a la que había traído para que le sirviera de portaequipajes, las sujetara, la señora habló con voz débil:

―Capitán Bougainvillea-

Dietfried hizo todo lo posible por responder a las palabras que le decían con voz suave:

―No hace falta que me llame por mi rango, señora.

No era joven, pero tampoco viejo. La dama bajó la mirada, parecía un poco avergonzada de que alguien como Dietfried, que rezumaba el sex appeal de un hombre adulto, la llamara "señora".

―Señor Bougainvillea, no puedo entender qué tiene de bueno... el arte de mi hijo para usted.

Dietfried pronunció las palabras exactas que le diría al artista si estuviera allí:

―Aparte de su técnica y el uso del color, su individualidad única es genial.

―¿Tan bueno es?

―Soberbio.

Silencio.

La señora aún no parecía convencida. Al fin y al cabo, la gente decidía sobre la calidad de una obra de arte basándose en última instancia en sus propias impresiones, gustos y aversiones, así que quienes afirmaban no entenderla muy bien no eran para nada malas personas.

Tal vez diera muestras de comprensión después de muchas explicaciones, pero a Dietfried no le apetecía tanto. Lo que quería era tiempo para maravillarse con las cosas que le gustaban, no un momento de interacción con alguien cuyas ideologías eran diferentes a las suyas.

―Tengo una conocida en Leiden que es propietaria de un local donde podemos inaugurar una exposición individual. Puedo presentársela, así que vamos a intentar hablar con ella sobre el tema. Voy a llevarme las que quiero, pero se las prestaré como es debido una vez que se celebre la exposición. Si sale bien, las obras de su hijo durarán para siempre ―dijo Dietfried, ante lo cual el rostro de la señora se distorsionó―. ¿No le gusta la idea? ―preguntó Dietfried, incapaz de ignorar su reacción negativa, pues estaba convencido de que a ella le gustaría.

La dama abrió y cerró la boca una y otra vez, pero, tal vez incapaz de articular bien las palabras, permaneció en silencio. Dietfried la miró pacientemente como instándola a decirlas, y así, finalmente, pronunció su siguiente frase:

―¿No cree que es demasiado tarde?

Las palabras que murmuró a intervalos resonaron en el sótano con una cualidad de tono vacío.

Estaban haciendo arreglos para las pertenencias de un difunto. Seguro que eso la emocionaba un poco, pensó Dietfried, aceptándolo con mucha facilidad.

―No. Nunca es tarde para hacer lo correcto ―Tras decir esto, Dietfried recordó lo "correcto" que él mismo aún no había hecho, pero lo dejó en suspenso y continuó la conversación―: Dejar para la posteridad las obras de su talentoso hijo es lo correcto. Aún no es tarde para eso.

―Pero si nunca me interesaron las cosas que hacía ese niño...

Eso era algo impactante para una madre.

―¿De verdad está bien que alguien como yo intente dejar el arte de mi hijo para que prospere a estas alturas...?

Aparentemente, su hijo no había sido lo que ella aspiraba.

Había deseado un niño alegre que practicara deportes y trabajara duro, pero en lugar de eso nació como un erudito introvertido, aficionado a la escritura y la pintura. Desde su punto de vista de madre, era un niño ligeramente inferior.

Parecía que, al principio, ella esperaba que se convirtiera en lo que ella quería a pesar de todo, una vez que creciera. Pero cuanto más lo hacía, más introvertido se volvía su hijo, lo que creaba una distancia entre él y ella. La señora no entendía el pensamiento de su hijo y, aunque a éste le gustaba "expresarse", nunca lo hacía con sus padres.

La señora había renunciado a su hijo a mitad de camino. "Éste no era el hijo que yo quería". Eso era todo.

Afortunadamente, tenía otros hijos, y así, les confió cómo quería que fueran.

Lo más probable es que estos sentimientos hubieran llegado a su hijo incluso sin que ella dijera nada. Una vez que su hijo, que para ella era un fracaso, se marchó de casa, rara vez volvió.

Ella no tenía ni idea de qué tipo de trabajo tenía. Él declaró con orgullo que hacía arte durante su tiempo libre entre trabajo y trabajo y que recientemente había empezado a venderlo, pero como no tenía ningún interés en ello, ella acabó dándole una fría respuesta. Ése fue el contenido de su última conversación, dijo, y recordó a su hijo con cara de querer que lo elogiara.

Mientras tanto, la Guerra Continental se recrudeció y la ciudad donde vivía su hijo fue bombardeada. Ella lo buscó en su casa destruida y esperó durante días, pero él no regresó. En la Guerra Continental habían surgido muchas familias así. No era nada fuera de lo común.

La señora trató de ordenar sus sentimientos de alguna manera, diciéndose a sí misma que, después de todo, era la guerra. Entre lágrimas, llevó a casa las obras de arte que le quedaban como si fueran recuerdos de él. Al menos podrían servirle de consuelo. Sin embargo, al mirarlas se sentía asfixiada, como si le estrangularan el cuello. Los cuadros no dejaban de reclamarle que "los mirara".

"Tenemos valor".

"No somos inútiles".

"¿Por qué no nos miras?".

Sentía como si su pasado de arrepentimiento con su hijo se pusiera claramente de manifiesto. Esto la asustaba, dijo la señora. Por eso los había arrojado al sótano sin el debido cuidado, aunque ella misma los había traído consigo.

A Dietfried, que no mantenía relaciones prósperas con su familia, esta historia no le pareció especialmente triste.

―Si me hubiera esforzado más por comprenderlo...

--Problemas familiares hay en todas partes, ¿eh?

Sólo este tipo de sentimiento fuerte vino a él. Si la superpusiera con su padre e imaginara que era su padre quien le decía esto, podría haberse enfadado y decir: "¿De qué estás hablando? Demasiado tarde para eso ahora".

--¿Qué puedo decirle a una mujer que está encadenada a su casa?

Dietfried había visto que a su propia madre la encadenaban a su casa y la trataban como un accesorio mucho más de lo que lo habían tratado a él. La señora que tenía delante era un poco más joven que su madre, pero, como era de esperar, dado que no dejaba de ser una "madre", no se atrevía a pensar en tratarla con frialdad.

―Incluso en una familia, es difícil que la gente se entienda cuando sus estilos de vida son diferentes. Señora, debería estar orgullosa de haber conseguido criar a sus hijos hasta el punto de ser independientes en tiempos de guerra.

Esto era algo que Dietfried podía decir por no tener una mala relación con su madre entre los miembros de su familia. Sin embargo, no habían hablado mucho desde que él se había ido de casa.

―Pero su arte tiene valor, ¿no? Tenía talento, ¿no?

―Sí.

―Y sin embargo, yo... no lo elogié cuando estaba vivo... Es tarde... Demasiado tarde. Recibir dinero de usted... y escuchar a otra persona decirme que mi hijo era genial cuando yo no lo entendía en absoluto... es demasiado...

Sus palabras se detuvieron ahí. Sin embargo, Dietfried adivinó su siguiente frase:

―¿'Deshonesto'?

La señora se sobresaltó un poco ante la exactitud de su afirmación. Aun así, había hablado de ello porque una parte de ella debía de querer que Dietfried dijera eso.

―Sí, deshonesto... Demasiado deshonesto con mi hijo... ―Los sollozos empezaron a escapársele.

Dietfried mostró una actitud ligeramente dubitativa, pero luego susurró en un tono suave para él:

―Si me permite hablar de mí, yo estaba alejado de mis padres.

―¿Así que en su casa también era así?

―Sí, mis parientes no eran más que problemáticos.

Silencio.

―Mi familia no era necesaria para mí... mejor dicho, para mi vida, así que huí de ella. Es mi vida, así que quería vivir como me diera la gana. Mientras lo hacía, mi padre falleció ―Sonreía. La sonrisa se limitaba sólo a sus labios―. Era el que menos me entendía en nuestra casa.

Sin embargo, los que estaban cerca de él se daban cuenta.

―Todavía no me arrepiento de haberme ido de casa.

La cara que Dietfried ponía ahora era de soledad.

―Pero al final he llegado a pensar que incluso después de irme de casa... incluso después de que nuestros caminos se separaran, quizá deberíamos haber hecho al menos concesiones.

La chica, que había estado todo el rato esperando a su lado, miraba tranquilamente a Dietfried mientras hablaba de sus partes más íntimas a otra persona, algo que rara vez hacía.

―Si pudiera volver atrás en el tiempo, lo más probable es que hiciera algunos compromisos. Aunque no pudiéramos reconciliarnos del todo... Y si esto no sirviera de nada, entonces no habría remedio. De todos modos, las familias también son un amasijo de extraños. Es mejor para ellos mantener un poco de distancia entre sí. Pero... tanto usted como yo tenemos remordimientos, así que... ―A Dietfried le ocurría lo mismo que a ella: no le salían las palabras adecuadas. Se llevó una mano a la frente y puso cara de dolor de cabeza antes de decir―: Aunque sea sentimental por su parte, es mejor hacerlo que no hacerlo. Dentro de diez años, probablemente volverá a arrepentirte de no haberlo hecho ahora.

Silencio.

―Lo único que podemos hacer ahora es seguir tomando decisiones sin parar que pueden o no darnos remordimientos.

―¿"Seguir tomando decisiones"?

―Sí, es cuestión de qué sentido tiene la decisión que podamos tomar hasta que lleguemos a ver a los que han fallecido. Eso es todo. Es todo lo que podemos hacer.

Tal vez sus últimas palabras tocaron una fibra sensible, ya que la señora encorvó los hombros y dejó escapar otro sollozo. La chica, que seguía sosteniendo los numerosos cuadros, se quedó mirando a la señora, incapaz siquiera de ofrecerle un pañuelo. Sin embargo, no era una forma irresponsable o insensible de observar a alguien.

―Tú, ve afuera.

Simplemente sabía que su señor era de los que tomaban medidas en esos momentos, por lo que no hizo ningún movimiento imprudente.

―Sí seeeñor.

La muchacha obedeció y salió del sótano como se le había ordenado, pero antes de salir, Dietfried la vio frotar la espalda de la señora, como si se lo estuviera haciendo a su propia madre. Un ligero cambio había aparecido en el rostro perpetuamente inexpresivo de la muchacha.

Tras cerrar los ojos como si algo los ofuscara, subió las escaleras y dio un paso adelante, de vuelta a un mundo de luz.

 

 

Las obras de arte recuperadas por Dietfried se expusieron permanentemente en la galería de arte de Leidenschaftlich, convirtiéndose en exposiciones populares que atraían a mucha gente.

La Guerra Continental había dado a todos tristes recuerdos. El artista había fallecido en ella. Además, también era uno de los jóvenes escritores de Leidenschaftlich, por lo que había algo en él que resonaba en los corazones de la gente en tiempos de reconstrucción de posguerra.

Para la señora, esta publicidad era una forma complicada de hacer las cosas, pero al parecer la aceptó, pues era mejor que no dejar ver las obras. Al fin y al cabo, decía, había un límite a lo que los que quedaban podían hacer por los que se habían ido.

Dietfried había pensado que sus conversaciones con la señora terminarían ahí, pero, sorprendentemente, continuaron después. Cada vez que se veían en las reuniones para las exposiciones de arte, la señora le hacía preguntas, tratando insistentemente de instruirse en el campo del arte, y él le dedicaba algo de tiempo para responderlas; ése era el nivel de su relación, pero eso era raro para alguien como él, que no quería tener vínculos con nadie. Tal vez Dietfried hubiera querido hacer algo parecido con su propia madre.

Año tras año, aquel hombre feroz que solía ser tan estricto con los demás se iba suavizando. En cuanto a quién estaba influyendo en él, era sobre todo la chica sin nombre.

 

 

―¿No tienes planes para mañana?

Cierto día, Dietfried preguntó a la chica por su programa de días libres.

―Desde el momento en que me pregunta eso, capitán, son polvo ante el viento aunque tuviera alguno.

―Aprendiste a replicar, ¿eh?

En realidad ella siempre le había dado prioridad a él por encima de todo, así que su respuesta fue correcta.

 

 

 

Cuando llegó su día libre, Dietfried y la chica fueron a visitar cierto terreno en Leiden.

Mirando la mansión que se encontraba al final de un camino bordeado de exuberante vegetación, Dietfried esbozó una sonrisa de satisfacción.

―Bonita casa, ¿verdad?

Su búsqueda final de un hogar, que el hombre no muy hogareño había iniciado después de la guerra, terminó poco después de que fueran a llevarse los cuadros. Durante sus frecuentes visitas a la galería para asistir a la exposición, un comerciante de arte con el que tenía amistad le presentó a un hombre adinerado que conocían y que resultó ser propietario de una villa que le sobraba, aunque necesitaba una profunda renovación.

Se ajustaba perfectamente a las condiciones que Dietfried había fijado. En efecto, era vieja, pero aún se podía vivir en ella una vez renovada. También tenía un buen aspecto exterior, como cabía esperar de la villa de un hombre rico. La ubicación también era excelente. No estaba demasiado lejos de la capital y sus alrededores estaban repletos de vegetación. Parecía el tipo de hogar que él añoraría al regresar de un campo de batalla.

En el jardín, donde se podía hacer un huerto y macizos de flores sin problemas, había columpios de madera sin nadie que se subiera a ellos. Debía de haber niños en la casa.

Dietfried ordenó a la chica que se sentara. Suponiendo que era para comprobar la resistencia del columpio, ella se sentó obedientemente, pero, por alguna razón, también lo hizo Dietfried. El paisaje que pudo ver una vez sentado era terriblemente tranquilo y demasiado pacífico para dos militares que solían estar en un ciclo de matar o morir. Sin embargo, también era algo necesario.

―Una mansión, ¿eh? ―Dietfried hablaba intermitentemente sin mirar a la muchacha, limitándose a contemplar el paisaje―. Está hecha para que podamos vivir en ella tú, yo y bastantes personas más, aunque no tengo intención de invitar a nadie más aparte de Gil. Elige luego la habitación que quieras. Si tienes alguna decoración o muebles de tu gusto, dímelo de antemano. O los elegiré yo.

―No tengo.

―De acuerdo. Eso es lo que pensaba, así que ya los he organizado.

Silencio.

―Quizá debería haberte preguntado al menos cuál es tu color favorito. Bueno, si al final no te gustan, pues sustitúyelos como prefieras por tu propio sueldo.

―Capitán, ¿vamos a venir a casa en este lugar a partir de ahora?

―Sí. Es nuestra residencia definitiva.

Cuando dijo esto, la chica parpadeó, con cara de sorpresa.

―¿'Nuestra'?

Dietfried respondió con evasivas:

―Algún día te convertiré en una persona respetable.

Cada vez que Dietfried soltaba una frase, se hacía visible un cambio en la chica.

―Después de todo, lo mires como lo mires, moriré antes que tú.

Ahora a la chica se le cortó la respiración.

―Había estado pensando qué dejar para ti.

Ahora los ojos de la chica eran suplicantes. "No diga eso", le dijeron.

―Sigue viviendo en ella después de mi muerte.

Y ahora, la chica se había agarrado a la manga de Dietfried y la estaba apretando.

―No quiero.

Lo más probable es que la muchacha hubiera podido disfrutar de la visita a la mansión, si él no hubiera sacado el tema. Nunca podía saber lo que pensaba la chica, pero de alguna manera expresaba sus emociones.

Ahora mismo, movía la cabeza en señal de negación, como haría un niño pequeño.

―Capitán, no lo dejaré morir ―dijo como escupiendo dolorosamente.

Nadie podía saber cuándo llegaría. Al tener el futuro no tan lejano predicho para ella, aunque todavía quedaba mucho por delante, la chica que tenía delante cayó en la desesperación. Aunque nunca había dicho que tuviera "miedo" en ninguna de sus misiones, hoy temblaba de inquietud: el día en que su Señor le concedía su última casa.

La propiedad valía bastante. Era una recompensa que se le otorgaba tras una era de conflictos.

Debería estar contenta, pero no lo estaba.

Bienes y dinero. Estaban en una posición demasiado baja en su libro. Después de todo, no podían aliviar su soledad. No podía usarlos como prueba de su existencia. No le darían órdenes.

Por lo tanto, lo prefería a él antes que a ellos. Ella era ese tipo de bestia salvaje.

Al final, estaba incompleta en algunos aspectos como ser humano, y si hubiera que decirlo, era más como una máquina. Y también un monstruo que no conocía el amor.

―Eliminaré a todos sus enemigos.

Ella no entendía que lo que Dietfried intentaba darle ahora era amor.

El Señor de la bestia se rio.

―Estamos hablando de la vida.

Extendió la mano. Acarició la cabeza de la chica con naturalidad. Era lo mismo que tranquilizar a un animal asustado. En el pasado, ni siquiera se le habría ocurrido. La idea de acariciar a esta monstruosidad.

―Voy a luchar contra su esperanza de vida también.

―Realmente se siente como si pudieras lograrlo cuando dices eso y es aterrador.

―Puedo hacerlo.

―No digas estupideces. Piensa en la esperanza de vida. Hay cosas que no se pueden evitar aunque te esfuerces ―Mientras la dejaba en ridículo, Dietfried arrugó los ojos, pareciendo vagamente feliz―. Pero bueno, cuando pienso que vas a cuidar de mí, me parece bastante divertido, así que es algo que estoy deseando hacer.

―No será divertido ―La voz de la chica tenía un deje de estremecimiento.

La estaba entristeciendo. A pesar de saberlo, Dietfried siguió hablando:

―Estoy encantado.

La chica se derrumbó ante las palabras que él le dirigió.

―Porque siempre me sacabas de quicio.

El número de personas e instancias que podían perturbarla era limitado.

―Quiero hacerte llorar en mis últimos momentos y luego morir.

En resumen, ser capaz de hacer eso era en sí mismo una prueba de ser importante para ella.

Dietfried era un hombre impotentemente complicado y retorcido, pero sus sentimientos eran profundos.

La mano que había estado acariciando su cabeza se dirigía ahora hacia los ojos que habían empezado a rebosar de lágrimas. Buscó las gotas de lágrimas con los dedos, pero no llegó a tiempo. La producción de las gotas era más rápida que él.

―Si no quieres que saque lo mejor de ti, entonces muéstrame una sonrisa al menos cuando me cuides.

Dedicó un momento a secar las lágrimas de la chica, pero al ver que seguían sin parar, Dietfried sacó deliberadamente el cuaderno de su maleta. Para mostrarle el viejo cuaderno a la chica, lo abrió sobre las rodillas de ambos.

―¿Qué es esto?

―Opciones para tu nombre.

―¿Mío?

―Lo olvidaste porque eres idiota, ¿eh? No tienes nombre.

―Tengo 'Undine'...

―Eso no es más que un alias para alabarte por tus hazañas militares.

Dietfried pasó las páginas. Había listas de nombres bien pensados escritos en muchas, muchas de ellas.

Ver esto hizo que las lágrimas de la muchacha se detuvieran por completo. Con un raro aspecto de excitación en ella, finalmente empezó a pasar las páginas ella misma.

La última página tenía un solo nombre con un gran círculo alrededor. Era el nombre de una flor.

―Capitán ―La chica miró a Dietfried.

Cuando lo hizo, Dietfried señaló hacia el jardín, que en ese momento se había transformado en macizos de flores sin cuidar.

―Parece que es ésa. Tu flor.

―Mi flor...

―También plantaré bougainvilleas. Porque es mi flor. Al final, después de mucha indecisión, elegí ésta. Cuando visité esta casa, pude imaginarte de pie entre esas flores. Así que pensé que podía quedarme ya con eso. Suena bien incluso si le añades nuestro apellido. No está mal, ¿verdad? ―El apuesto rostro de Dietfried se acercó al de la chica. Y entonces, susurró desde una distancia cercana, como para burlarse de ella―: "Linaria Bougainvillea".

El nombre pronunciado con tan bonito timbre se fundió rápidamente en la chica.

Linaria. Una flor preciosa. Combinado con la flor de la antigua y honorable casa Bougainvillea, el nombre era como un ramillete.

Sin duda había nacido entre los dos un vínculo que antes habría sido impensable. Su nombre parecía encarnarlo.

―'Linaria'...

―Pronunciación horrible; dilo otra vez.

―'Linaria' - Linaria Bougainvillea es mi nombre.

Las lágrimas volvieron a desbordarse pesadamente de los ojos de la muchacha. Al ver esto, Dietfried rio, pareciendo encantado una vez más.

―No sé qué darle a cambio de concederme un hogar y un nombre.

―No me malinterpretes. Te notifico el empleo de por vida sin comprobar si estás dispuesta.

―Sí seeeñor.

―No se te permitirá renunciar por tu cuenta.

―Sí seeeñor.

―Esta es una advertencia para que no olvides que soy tu Señor. ¿Entiendes? No es por amabilidad.

―Me alegra esa advertencia.

―Así es como eres. Una mujer molesta.

―Me parezco a mi Señor.

―Realmente aprendiste a replicar, ¿eh?

―Lord Dietfried, usted me hizo así. Soy una bestia salvaje. Cambio según cómo actúa mi Señor.

―¿Quieres decir que tengo una fuerte influencia?

―Una tremenda influencia. Por lo tanto, por favor, viva una larga vida y siga siendo mi Señor ―gritó la bestia.

―Haré un esfuerzo.

Observando cómo la muchacha acariciaba el nombre escrito en el cuaderno, Dietfried se quedó pensativo. Durante cuántos años sería capaz de mirarla, se preguntó. Tenía que esforzarse por encontrar personas a las que pudiera confiársela después de su muerte. Sus grilletes expirarían a menos que le proporcionara un amigo o dos. Tal vez debería obligarla a dejar el ejército, pero ¿qué otra cosa podía hacer? Todo tipo de pensamientos cruzaron su mente y luego desaparecieron.

--Todavía no.

Era incapaz de ordenar sus pensamientos. Por ahora, quería quedarse así, consolando a la bestia que lloraba. Saborear los momentos en que lo necesitaban.

La forma de expresar amor de Dietfried Bougainvillea era terriblemente inepta.

―Linaria, aunque por casualidad mueras sola, con esto estaremos juntos en la tumba.

Esta es la historia de un amor que tal vez podría haber sucedido.







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