Tezcatlipoca - Capítulo 1

 






NOTAS DEL TRADUCTOR:

 

Aunque en la novela se explica y solo funge como figura de adoración, veamos brevemente quién es Tezcatlipoca:

 Tezcatlipoca (pron. Tez-ca-tli-po-ca) o "espejo humeante" en náhuatl fue uno de los dioses más importantes de la cultura mesoamericana del Posclásico y particularmente importante para los toltecas y los aztecas, especialmente en Texcoco.

Es una deidad omnipotente, omnipresente, omnisciente, viril y siempre joven, con una personalidad conflictiva y compleja, caprichosa y voluble, poco predecible; siendo el dios de la providencia, lo invisible, la oscuridad, creador del cielo y la tierra y señor de todas las cosas.

Se le atribuye el otorgamiento de cosas buenas y malas al hombre a su merced, por lo que en tiempos prehispánicos fue temido y reverenciado

Considerado a menudo como el dios supremo del panteón azteca, adoptó una desconcertante serie de nombres y manifestaciones dependiendo de dónde y por quién fuera adorado. Tezcatlipoca era el décimo de los trece Señores del Día y estaba asociado al búho cornudo en el calendario mesoamericano, mientras que su nagual o espíritu animal era el jaguar. Para los mexicas estaba asociado al día 1, la muerte, y el dios era adorado especialmente durante Tóxcatl, el sexto mes del año solar de 18 meses, y los que veneraban al dios llevaban el epíteto titlacauan, que significa "somos sus esclavos", lo que indica quizás que, para bien o para mal, no se podía escapar de las atenciones y la influencia de Tezcatlipoca.

Se creía que la deidad mesoamericana Tezcatlipoca era hijo del dios andrógino primordial Ometeotl. En la mitología azteca era hermano de Quetzalcóatl, Huizilopochtli y Xipe Totec. En el complejo mito de la creación mesoamericana y azteca, Tezcatlipoca gobernó el primer mundo del sol, pero luego fue derrocado por Quetzalcóatl. Sin embargo, ambos cooperaron más tarde para crear el 

quinto sol. Transformados en serpientes gigantes, los dos dioses atacaron y desmembraron al monstruo reptil femenino conocido como Tlaltcuhtli (o Cipactli), una parte se convirtió en la tierra y la otra en el cielo. Los árboles, las plantas y las flores brotaron del pelo y la piel de la criatura muerta, mientras que los manantiales y las cuevas se hicieron con sus ojos y su nariz, y los valles y las montañas salieron de su boca.



Los nombres de los capítulos, las numeraciones de las partes y conforme avance la novela muchas otras cosas están en náhuatl, que es el idioma que hablaban los aztecas y que a la fecha todavía hay quienes lo hablan, sobre todo en el centro de México. De hecho, así como decimos francés, español, alemán, italiano, etc.; muchas personas que hablan náhuatl no le dicen así, dicen que es “mexicano”. Así que, si alguna vez se enteran por ahí de que se habla el idioma “mexicano”, pues no es una broma, sí existe y es el náhuatl.

 

En la versión de Yen Press hay muchas palabras que vienen directamente en español, para hacer esta distinción voy a marcar estas palabras de rojo, ejemplo:

The cartels called it hielo.

Los cárteles lo llamaban hielo.

Otras veces las palabras en español vienen acompañadas de negritas y/o cursivas, por lo que se añadirán según corresponda:

silbato de la muerte

silbato de la muerte

silbato de la muerte

 

Por otra parte, nombres propios o de lugares como Lucía o Culiacán, también vienen con acentos en la versión en inglés, que como sabrán en ese idioma no existen los acentos. Sin embargo, no creo necesario marcarlos con rojo, solo pongo aquí el comentario para que lo tengan en cuenta.



I

In Ixtli In Yollotl

(Cara y Corazón)



Sólo los dioses son reales.

 

-Neil Gaiman, American Gods



01

 

Al norte de los Estados Unidos Mexicanos, al otro lado de la frontera nacional, se encuentra El Dorado, la tierra del oro. Esta es una historia que algunos eligen creer, mientras que otros no tienen más remedio que creer.

Caminan entre tormentas de polvo hacia el rojo amanecer, trazando una ruta sin camino. Atraviesan voluntariamente el peligroso desierto de rocas y cactus, haciendo la señal de la cruz y arrastrando sus exhaustos pies hacia adelante.

La Patrulla Fronteriza de los Estados Unidos de América los espera, pero sólo hay un número limitado de ojos que puedan vigilarlos. La frontera es demasiado extensa. México y Estados Unidos comparten una frontera de casi tres mil kilómetros de largo, la mayor zona de tráfico ilícito del mundo. Cientos de miles de personas cruzan la frontera ilegalmente cada año, utilizando todos los medios imaginables.

No todos sobreviven al viaje. Los helicópteros de la Patrulla Fronteriza conducen a los inmigrantes como si fueran rebaños de ovejas, una táctica denominada "espolvoreo" que las organizaciones de derechos humanos tachan de inhumana. Un helicóptero volando bajo puede amenazar y dispersar a un grupo de viajeros a pie, empujándolos de vuelta hacia México. Escapar del helicóptero suele significar separarse de los compañeros y dejarlos solos en el desierto. El destino de cualquiera que se pierda en los áridos páramos es indiscutible.

Aun así, la gente sigue intentando cruzar la frontera, desesperada por escapar de un ciclo de pobreza sin salida. No les queda más remedio que emprender el viaje hacia el imperio del capitalismo que brilla como el sol: Estados Unidos.

Lucía nació en una ciudad del noroeste de México, cerca del Pacífico, y ella también lo habría hecho. Quería intentar cruzar a los Estados Unidos. Era otra vida que podría haber llevado en algún mundo paralelo de fantasía. Pero no lo hizo. Salió del país, pero no hacia el norte.

En 1996, Lucía Sepúlveda tenía diecisiete años, era mestiza -parte indígena, parte española-, tenía el pelo negro brillante y los ojos aún más oscuros, grandes y negros como la obsidiana.

Su ciudad natal, Culiacán, capital del estado de Sinaloa, probablemente pareciera un lugar común y corriente para los turistas que no la conocieran bien, y no es que vinieran nunca a Culiacán. En realidad, sin embargo, la ciudad estaba gobernada por fuerzas ajenas a la ley: la violencia y el miedo. Las calles no estaban llenas de cadáveres, pero la ciudad era una zona de guerra. El conflicto era del tipo que ninguna fuerza de paz de la ONU resolvería: la guerra contra las drogas.

El cártel gobernaba la ciudad, y sus miembros, los narcos, estaban por todas partes. Siempre vigilando. No eran traficantes callejeros que vendían droga en callejones furtivos, sino que se desplazaban en Lamborghinis y Ferraris. Llevaban fusiles de asalto y recurrían a actos terroristas si era necesario.

Los cárteles mexicanos tienen redes que se extienden más allá de las fronteras nacionales. Es un negocio internacional. Su principal producto de exportación era el polvo dorado, la cocaína. El mayor mercado estaba al otro lado de la frontera, en Estados Unidos, y Canadá, la UE y Australia contribuían a aumentar sus astronómicos beneficios. Nadie se preocupaba de pagar impuestos por este tipo de producto.

Asia -Japón, Filipinas y, sobre todo, Indonesia- se consideraba un mercado en crecimiento. Allí, la cocaína pasó a un segundo plano frente a las ventas de metanfetamina. Los cárteles la llamaban hielo.

Los cárteles poseían granjas de coca en lugares como Colombia y Perú, donde supervisaban ellos solos el cultivo, la producción de cocaína, el transporte y la distribución. Compraban a políticos, funcionarios, fiscales y agentes de policía y los integraban en el negocio de la droga. Constantemente surgían nuevas formas de lavar dinero. El secuestro metódico, la tortura y el asesinato formaban parte del negocio del cártel, y un ejército de narcos apoyaba la vasta empresa criminal. No había un edificio de oficinas con ventanas que reflejaban el cielo, ni directores generales en las salas de juntas, pero los cárteles seguían poseyendo suficiente capital para influir en las finanzas mundiales. Nadie se les cruzaba. La libertad de expresión carecía de sentido. Atacar abiertamente a los cárteles era invitar a la parca a tu casa, donde vivías tú y tu familia.

Cuando era una niña en Culiacán, Lucía soñaba con ir a una escuela privada en la Ciudad de México, pero sus padres, que tenían un pequeño comercio, no podían pagar la matrícula mensual de dos mil pesos. Lucía sabía que probablemente tampoco iría a ninguna escuela local. Sus padres no tenían ninguna relación con el negocio de la droga. Eran pobres y tenían deudas. Lucía abandonó su sueño de ir a la preparatoria sin decir una palabra y decidió ayudar en la tienda.

Una tarde de julio, en plena temporada de lluvias, dos hombres se acercaron a la tienda mientras ella trabajaba en la caja registradora. Uno de ellos llevaba una cámara de vídeo. No eran locales. Tal vez eran turistas de Texas, aunque Culiacán no era un destino turístico en ese momento.

No eran turistas, pero eran estadounidenses. El de la cámara sonrió a Lucía y dijo:

―Soy periodista.

El otro no dijo nada. Se limitó a dejar caer sobre el mostrador una bolsa de almendras, un tubo de crema solar y dos Dos Equis Amber (cerveza), y pagó en silencio.

Saber que eran periodistas preocupó a Lucía. Sólo había un tema que la gente viniera a cubrir a este lugar.

Sus temores eran fundados. Al día siguiente, los hombres volvieron a su tienda con tres narcos con los que de alguna manera habían contactado. Compraron más Dos Equis Ambers y ofrecieron las cervezas frías a los narcos, que llevaban gorras de béisbol y pañuelos para cubrirse la cara. Empezaron a beber y luego comenzó la entrevista, en pleno almacén.

Lucía maldijo la falta de sentido común de los estadounidenses y rogó a Dios que aquello no trajera problemas. No quería oír lo que decían, pero sus murmullos eran bastante audibles. No había nadie más en la tienda. Nadie se atrevería a entrar con ellos cerca.

El trío de hombres con pistolas metidas en el cinturón parecía disfrutar con la cámara apuntándoles.

―¿Creen que son los tipos más duros del mundo? ―preguntó el estadounidense.

―¿Creer, como, en un sentido religioso? ―respondió uno de los narcos.

―No, en el sentido real.

―Apuesto a que los militares gringos son más duros. Los marines.

―¿Eso crees?

―Hemos tenido tiroteos con la SEMAR. Es la Marina de aquí. Fuerzas especiales ―dijo otro narco―. He oído que sus Marines son mejores que ellos. Así que probablemente nos ganen.

El que aún no había hablado se rio entre dientes.

―Pero si ellos son los más fuertes, entonces nosotros somos el silbato de la muerte.

―¿Qué significa eso? ―preguntó el estadounidense.

―Significa que, si tocamos el silbato, la muerte viene por ti.

Dejaron las botellas vacías en la caja registradora y el hombre de la cámara los siguió.

Silbato de la muerte. El silbato de la muerte. El sonido de las palabras persiguió a Lucía, negándose a abandonar sus oídos.

Los dos estadounidenses continuaron su cobertura hasta el fin de semana. Lucía había empezado a creer que tenían buena suerte y la protección de Dios hasta el domingo por la mañana, cuando aparecieron muertos en un descampado a las afueras del barrio.

Era un misterio por qué los narcos habían soplado el silbato sobre ellos. Quizá pensaron que no eran periodistas, sino agentes encubiertos de la DEA. Por muy cuidadoso que uno intente ser, la muerte llega rápidamente y por las razones más triviales. A ambos les dispararon en la frente, y la masa encefálica de sus cráneos rotos cubrió el interior de sus gorras de béisbol como si fuera pasta. La cámara de vídeo y la grabadora desaparecieron, al igual que sus carteras y documentos de identidad. Lo único que había en el bolsillo de los pantalones del camarógrafo era un tubo de crema solar comprado en la tienda de Lucía.

Cuando vio el breve artículo del periódico sobre sus muertes, cerró los ojos y suspiró.

Este es el pueblo en el que vivo.

 

Lucía tenía un hermano que se llamaba Julio. Era dos años mayor que ella, alto, delgado y huesudo, con los hombros muy anchos. Eran lo bastante notables como para que sus amigos le apodaran El Hombro.

Como tantos otros, Julio quería ir a Estados Unidos y ganar algo de dinero para enviárselo a sus pobres padres.

Para trabajar lo más larga y lucrativamente posible, necesitaba cruzar la frontera ilegalmente.

Las rutas secretas hacia Estados Unidos estaban controladas por los coyotes, contrabandistas de inmigrantes vinculados a los narcos. En otras palabras, formaban parte de los cárteles.

Julio intentó desesperadamente encontrar un contrabandista que no fuera un coyote. Sus amigos se rieron de él y le dijeron que sería más fácil hacerse rico buscando esmeraldas, pero Julio no se dejó intimidar.

Pedirle ayuda a un coyote creaba una conexión con los narcos que duraba toda la vida. Te obligaban a traficar con cocaína o a vender en la calle. Pasarías el resto de tus días con los nervios tensos como alambres.

Por fin, Julio encontró a un hombre que decía no ser un coyote. Alegó ser un antiguo empleado de la ONU, así que Julio puso su destino en manos del hombre y le pagó veinte mil pesos que había tardado años en reunir. Era una apuesta desesperada.

Dos días después, un desconocido se acercó a Julio.

―Si quieres cruzar la frontera, son otros veinte mil ―le dijo―. Si no puedes pagar, tendrás que pasar cocaína de contrabando.

 

El hombre que Julio había encontrado estaba relacionado con los narcos, como todo el mundo. Así de sencillo.

Julio rechazó esas opciones. Si traficaba con drogas, estaría atrapado el resto de su vida. Quería que le devolvieran los veinte mil pesos, pero no podía hacer nada. Normalmente, eso habría sido el final: Te engañaron y perdiste tu dinero por una mala apuesta. Pero no en Culiacán. Las cosas sólo llegaron a su fin cuando los narcos lo dijeron.

 

Los restos de Julio aparecieron al día siguiente. Le habían arrancado los ojos y la lengua. Lo dejaron desnudo en la calle, con cada una de sus largas y desgarbadas extremidades cortadas por la articulación y colocadas cerca. Castigaron a Julio por buscar a un contrabandista que no fuera un coyote, y le dieron un escarmiento.

Ese fue el fin del hermano de Lucía y de sus diecinueve años de vida.

La policía vino a deshacerse del cadáver, con pasamontañas negros para ocultar sus rostros. Colocaron cinta amarilla de advertencia, tomaron fotografías y terminaron rápidamente su examen. En menos de veinte minutos bajaron la cinta y la furgoneta se marchó llevándose el cadáver de Julio a Identificación.

La sangre manchaba el asfalto. El viento levantaba un demonio de arena. Un perro flaco se acercó, con la cabeza caída y las costillas visibles, atraído por el olor de la sangre.

Las escenas de matanza de los narcos eran normales, como fenómenos naturales, casi imposibles de evitar. Como todo el mundo, Lucía comprendía una verdad básica: nadie iba a salvarte.

Mientras sus padres lloraban, Lucía organizó un funeral. Vendió todas las posesiones de Julio que valían algo de dinero e hizo todo lo posible por eliminar hasta el último recuerdo físico de su hermano.

Lucía se dio cuenta de que era la última oportunidad de decidirse. El miedo la mantendría atrapada para siempre en este lugar si no actuaba ahora.

Ni siquiera dejó una carta para sus padres. Las pruebas sólo traerían confusión y posiblemente la atención de los narcos. Tenía que desaparecer sin dejar rastro. Sin decir una palabra a nadie, besó el crucifijo de la pared del dormitorio y se despidió de Culiacán, Sinaloa.

A diferencia de su hermano, ella no buscó ayuda de contrabandistas que no fueran coyotes. No buscó ayuda de nadie.

Si cruzar la frontera norte hacia Estados Unidos significaba pagar dinero a los narcos, entonces no iría a Estados Unidos.

Lucía se dirigió al sur.

Era el viaje solitario de una chica mexicana de diecisiete años.

Hizo lo que pudo para seguir viajando hacia el sur, colándose en el remolque de un camión que transportaba un cargamento de carne de res, envolviéndose en una manta y durmiendo bajo un árbol, y viajando en autobuses desconocidos en estados desconocidos. Incluso paró un tractor agrícola conducido por un viejo arrugado y exigió que la llevaran, a pesar de que iba más despacio que una carreta de bueyes.

Y por muy amables que fueran las sonrisas, nunca se fiaba de nadie.

El hogar le había enseñado esa lección. Si percibía algún peligro en otra persona, estaba dispuesta a sacar el machete en miniatura que llevaba oculto bajo el vestido y matar. Aunque se tratara de una abuelita.

Nayarit, Jalisco, Michoacán... Tras varios días y noches, la chica de diecisiete años llegó a Acapulco, la capital del estado de Guerrero, junto al océano Pacífico.

 

Sigo viva.

 

Lucía miraba al cielo aturdida mientras la brisa marina le golpeaba la cara. No la habían violado y abandonado degollada, ni estaba flotando boca abajo en un río de lodo. Aunque le costara creerlo, había llegado hasta allí por sus propios medios.

Se persignó y rezó a la Virgen de Guadalupe. A pesar de su hazaña, no se alegró mucho del momento. Lucía se sentía como si hubiera envejecido décadas, y su único sentimiento era un alivio cercano a la resignación.

Acapulco en los 90 era un lugar deslumbrante repleto de turistas. Parecía el paraíso comparado con Culiacán.

Con el tiempo, Acapulco también se convertiría en un campo de batalla de la guerra contra el narcotráfico. Los turistas desaparecían de los complejos turísticos y se producían asesinatos cada noche, pero eso fue en los años venideros.

Lucía encontró trabajo en un restaurante, donde vestía el uniforme y el delantal que le proporcionaban, y llevaba bebidas y comida a las mesas. Con su abundante pelo negro, su piel morena y sus grandes ojos de obsidiana, era muy popular entre los clientes internacionales, a pesar de que sólo hablaba español. Algunas personas visitaron el restaurante varias veces durante su estancia. Los hombres la invitaban a salir y recibía más propinas que los demás camareros.

Siempre ponía una cara alegre en el restaurante, pero sólo era una fachada. Los horrores que había vivido le habían hecho un agujero en el corazón por el que pasaba todo. En su turno, reprimía su natural cautela y enmascaraba su mirada fría; todo sonrisas para los clientes.

―Buenas noches ―decía.

Una calurosa tarde de mayo, un joven blanco bien vestido llegó solo al restaurante. Bebió una michelada y cortó su carne a la tampiqueña en silencio. Finalmente, dejó el cuchillo y el tenedor y empezó a colocar cerillas en una esquina de la mesa. Colocó tres en vertical; sus cabezas eran blancas y la cerilla central estaba rota por la mitad.

La cara de Lucía se crispó al ver las cerillas. Fingiendo no haberse dado cuenta de nada, llenó el vaso de agua del joven y se retiró a la cocina. Apartó a Alejandra, la compañera de trabajo con la que se sentía más cercana, y le susurró:

―Cuidado con el chico de esa mesa.

―¿Por qué?

―Que no te hable ni se entere de tu nombre.

―¿Te dijo algo? ―preguntó Alejandra, que era peruana.

Lucía frunció los labios y no dijo nada.

Un rato después, el hombre blanco terminó de comer, se limpió los labios en silencio con la servilleta, dejó dinero para la cuenta y la propina y salió del restaurante. Lucía, que aún no estaba dispuesta a relajarse, vio cómo Alejandra se acercaba a la mesa, le lanzaba una mirada y recogía el dinero.

Volvió con una sonrisa.

―¿Te preocupaban los cerillos?

Ahora le tocaba a Lucía poner cara de desconcierto. ¿Sabía Alejandra lo que significaban aquellas cerillas?

―¿Intentas engañarme para que me asuste? ―preguntó Alejandra, riendo―. Esa señal significa que hay un narco aquí, ¿no? A la gente le gusta hacer eso por diversión en estos días.

Antes de que Lucía pudiera encontrar su voz, Alejandra agarró el delantal de la otra chica y metió un billete en el bolsillo.

―Aquí tienes la propina.

Después de su turno, Alejandra y Lucía salieron a cenar, y la primera le habló a la segunda de una serie de televisión llamada Mandamiento.

Era un programa popular que contaba con un famoso actor de Hollywood en el reparto. La historia se desarrollaba en Acapulco y el protagonista era un joven narco que intentaba ascender en las filas del cártel. Según Alejandra, la práctica de colocar cerillas sobre la mesa apareció en varias escenas memorables. Así que, ya fuera como broma o porque le parecía genial, el joven blanco se había limitado a copiar lo que había visto.

Mientras comía, Lucía sintió vergüenza de su terror. Sin embargo, tampoco podía reírse. Lucía había visto una señal de combate real en su país, así como el tiroteo que estalló después y que se cobró la vida de su amiga. Pero nada de eso le dijo a Alejandra.

Lucía pensó en su hermano y luego en sus padres. Había abandonado a sus ancianos padre y madre, rompiendo el mandamiento de Dios, y se había ido de casa. Pero, ¿quién fue el primero en desobedecer a Dios? pensó. ¿Quién mutiló y asesinó a su hermano y vivió para contarlo? ¿Quién les compraba cocaína? ¿El programa de televisión? ¿Los turistas haciéndose pasar por narcos? El mundo era una gran broma de mal gusto.

Lucía pasó un año trabajando en Acapulco. En el vestuario, después de un turno, Alejandra le dijo a Lucía que renunciaba. La única amiga de Lucía le soltó el pelo largo, que llevaba recogido para trabajar, y se lo sacudió.

―Vuelvo a casa, a Perú, por un tiempo, y luego trabajaré en Japón.

Qué sorpresa. Japón. Lucía conocía el nombre, claro, pero le costaría encontrarlo en un mapa. Venían turistas japoneses al restaurante, pero ella no los distinguía de los chinos.

―Me meto con un visado de corta duración y hago todo lo que puedo para ganar yenes ―explica Alejandra―. El dinero japonés es fuerte. Ustedes tienen Estados Unidos al lado, pero los peruanos tienen que viajar a Japón para conseguir un buen trabajo. Tokio, Kawasaki, Nagoya, Osaka...

La idea fue una revelación para Lucía. Y Alejandra tenía razón. Cuando los mexicanos pensaban en un lugar con mejores oportunidades, Estados Unidos era lo único que les venía a la mente. Por eso arriesgaban la vida para cruzar la frontera.

―Si puedo casarme con un japonés mientras estoy allí, estaré lista para toda la vida ―dijo Alejandra. Se había quitado el uniforme y buscó en una taquilla la camiseta naranja que estaba colgada dentro―. Podré trabajar todo lo que quiera.

―¿Dónde está Japón? ―Lucía seguía con el uniforme de camarera. Ni siquiera se había desabrochado los botones de las mangas.

Alejandra se retorció dentro de la camiseta hasta que su cabeza asomó por el cuello.

         ―Al borde del Pacífico.



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