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Bueno, después de 7 años terminamos Gamers!, hace poco también terminamos Sevens. Con esto nos quedamos solo con Monogatari Series como seri...

Tezcatlipoca - Capítulo 11

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La escala de los rituales de Libertad no era nada comparada con la gloria de los días aztecas, pero tenía que seguir ofreciendo sus plegarias a los dioses, aunque no tuviera nada más grande que un pequeño manojo de chiles que ofrecer.

Sin que su marido lo supiera, Libertad contaba los días y las semanas del tonalpohualli azteca y pensaba en los dioses. Utilizaba el xiuhpohualli para marcar los meses y los años. Debía celebrar una fiesta cada mes de veinte días, pero no era posible.

Así como en septiembre se celebraba el Día de la Independencia y en diciembre la Navidad, el mes de mayo, el más caluroso del año, era muy especial para Libertad. Cuando por fin concluía la estación seca, el sol azteca ardía aún más, como si se consumiera a sí mismo en busca de fuerza. El cielo era de un temible tono azul, succionando el agua de la tierra. En mayo, cuando reinaba Tezcatlipoca, el calor punzante y la sequedad que causaban la muerte de los cultivos alcanzaban su punto álgido. Durante todo el año se hacían cuidadosos preparativos para la fiesta de Tezcatlipoca, llamada Toxcatl, el mismo nombre del quinto mes.

 

Cuando Libertad crecía en Catemaco, el anciano del pueblo la llamó un día. Sólo tenía seis años.

Caminaron por la orilla del lago y el anciano se fue quedando atrás hasta que se detuvo y habló.

―En la época azteca, tu antepasado era un tlamacazqui que servía a Tezcatlipoca. Y también era un líder militar que estaba a la cabeza de los guerreros jaguar. Ser a la vez sacerdote y guerrero era un gran honor, tanto como ser gobernante, un tlatoani.

―Tezcatlipoca ―repitió Libertad. Los brujos le habían enseñado muchos dioses, pero ése era un nombre nuevo. Parecía similar al suyo, pensó.

―Como sabes, los aztecas creaban espejos puliendo obsidiana ―dijo el anciano―. Llamaban a los espejos tezcatl. La palabra negro era tliltic. Y fumar era-

―Popoca.

―Chica lista. El nombre Tezcatlipoca está hecho de estas tres palabras. Hace muchos años, un arqueólogo gringo vino al pueblo. Le oí llamar a Tezcatlipoca 'el Espejo Humeante'. Siempre quieren nombrar todo en su propio idioma. Así que, Libertad, la parte 'Tezca' de tu nombre, Tezcaquiahuitl, es el signo de la sangre de tus antepasados. Los que no tienen esa sangre no deben poner Tezca en su nombre. Sí, tu familia es pobre. Tu padre y tu madre sufren para mantenerte. Pero ustedes son una familia especial. Nunca lo olvides.

 

Cuando volvió a casa, Libertad fue a ver a su padre, que estaba sudoroso con el ganado, y le contó lo que había oído del anciano del pueblo. En cuanto oyó a su hija de seis años decir "Tezcatlipoca", palideció, dejó caer la cesta de forraje y miró a su alrededor para comprobar que no había nadie más. Luego llevó a Libertad a la parte trasera del establo y la miró fijamente a los ojos.

―No vuelvas a pronunciar ese nombre en voz alta ―susurró, furioso. La muchacha no entendía por qué la regañaba. Deberían estar orgullosos de su gran antepasado. No había razón para ocultar la verdad de su dios.

El padre de Libertad siguió mirando fijamente a los ojos de su hija. Era propio de los niños hacer lo que les decían que no hicieran. Así que le dijo:

―Cuando tengas que hablar de él, usa el nombre 'Yohualli Ehecatl', y hazlo en voz baja. Es el mismo dios. ¿Comprendes? No pronuncies su verdadero nombre. Guárdalo en secreto dentro de tu corazón, y ciérralo bien.

Mucho después, cuando creció, Libertad llegó a entender los sentimientos de su padre. No estaba enojado, sino asustado. Temía que si su hija pronunciaba el nombre de Tezcatlipoca, ese dios terrible, que los conquistadores habían enterrado, volviera de las profundidades de la tierra, rebosante de poder. Si esa deidad volvía a despertar, también lo haría la gran fiesta de Toxcatl al final de la estación seca, y el corazón de su hija sería arrancado de su pecho. Si el dios hablaba a través de los brujos y exigía su corazón, no podría negarse. Estaba en el nombre Titlacauan: Somos sus esclavos.

El anciano de la aldea no había hablado simplemente del pasado por nostalgia. Estaba enviando un mensaje al padre de Libertad a través de la niña. "Si adoras a Tezcatlipoca, recibirás la fuerza que sacará a tu familia de la pobreza".

Sin embargo, el padre de Libertad no quería ese tipo de fuerza. Para él, un poco de pobreza era mejor que despertar a un cruel dios azteca de la antigüedad.

 

En mayo, Libertad se puso un sombrero, salió al mercado de Veracruz y compró un gallo vivo. El comerciante se lo entregó en una jaula barata de alambre doblado. Después, compró un tarro de barro. Tenía unos diez centímetros de ancho y los laterales estaban tallados con calaveras de estilo azteca. Era una réplica, un souvenir para turistas. Las llamaban réplicas de piezas arqueológicas.

Llevó al gallo que graznaba por la parte trasera de la mansión, con sus alas que no volaban batiéndose impotentes. Agarrando el costal de arpillera que trajo de Catemaco cuando se casó, Libertad sacó de su interior el cuchillo de obsidiana. La hoja era una herramienta tosca, propia de la Edad de Piedra, pero sin duda estaba a la altura de la tarea de cortar la cabeza del gallo. Libertad colgó el ave boca abajo para vaciar la sangre en un cubo de hojalata y le arrancó las plumas. Luego presionó el cuchillo de obsidiana contra el pecho, cavó hondo y extrajo el corazón del gallo, un objeto apenas más grande que un huevo de codorniz.

La joven encendió el incienso de copal que reposaba en la vasija y, cuando empezó a salir un humo fragante, colocó el corazón del sacrificio sobre él. Rociaba la sangre del cubo sobre el corazón y el humo y pronunciaba el nombre del dios. Además de Yohualli Ehecatl, tenía los nombres de Necoc Yaotl y Titlacauan. Estos nombres indicaban la grandeza del dios para el pueblo azteca. No era el dios quien se llamaba a sí mismo, sino títulos que la humanidad le atribuía. En otras palabras, ni siquiera necesitaba dar su nombre. Los humanos simplemente lo alababan, lo celebraban y le demostraban su sumisión.

Antes de que el copal se consumiera por completo, Libertad colocó el cuchillo de obsidiana ante la vasija y susurró el verdadero nombre del dios en una plegaria.

 

Oh, Gran Tezcatlipoca.

Concédenos el fin de la temporada de sequía que todo lo consume,

y permite que el dios de la lluvia Tláloc vuelva a cruzar el cielo.

Concede a los descendientes de los aztecas el don de la vida.

Danos la oportunidad de encontrar una muerte honorable.

Tú eres el gran Yohualli Ehecatl.

Titlacauan.

Tezcatlipoca.

 

Con un rápido estallido del silbato de la muerte, el silbato de su bolsa, dio por concluido el ritual y enterró la tinaja entera, con el corazón descansando encima, para que Carlos no descubriera la prueba de su herejía. Si lo veía, la tacharía de bruja con toda su furia, llamaría a un exorcista y nunca más podría volver al mercado.

Enterrar sus ofrendas no era un desperdicio en lo más mínimo. Mictlantecuhtli habitaba bajo la tierra. Era el dios que gobernaba el inframundo donde caían todas las almas errantes, aunque no era tan poderoso como Tezcatlipoca.

Libertad puso el pollo asado en la mesa y Carlos se lo comió con tenedor y cuchillo, sin darse cuenta. Libertad no participó, sólo tomó sopa, pero siguió cortando porciones para su marido. El resto de la carne se repartía entre las criadas.

 

Libertad siguió yendo a la iglesia, fingió hacer la señal de la cruz y, al poco tiempo, fue bendecida con un hijo. El primero fue un niño. Dos años más tarde dio a luz a una niña, y al año siguiente a otra.

Isidoro, el mayor, era el niño preferido de su padre. También fue mimado por las criadas, que buscaban la aprobación de su patrón. El niño creció confiando en que los demás lo hicieran todo por él. Después de su infancia en el pueblo, ésta era una actitud impensable para su hijo. Parecía imposible que llegara a ser capaz de dirigir un negocio comercial, y ella se inquietaba constantemente por las dificultades que sin duda le depararía el futuro.

Isidoro era perezoso, pero también muy observador, con un ingenio ácido y cínico similar al de Carlos. Se dio cuenta de que su madre adoraba a dioses aztecas y murmuró en voz lo bastante alta para que los demás lo oyeran:

―Oh, no, voy a ir al infierno. Mi madre hace magia negra.

Preocupada por el estado de ánimo de su marido y por su reputación social, Libertad nunca habló una palabra a sus hijos sobre la mitología azteca.

Un día, llevó a sus hijas al mercado y una de ellas se detuvo frente a un indígena en un callejón.

El hombre estaba haciendo finas tallas en una tabla de unos cuarenta centímetros de lado. Turistas y marineros extranjeros observaban, embelesados por la obra de arte. Aunque no estaba terminada, algunas personas estaban negociando un precio.

―Es asombroso. ¿Qué es? ―preguntaron las hijas de Libertad.

Ella las miró preocupada y respondió:

―Oh, no lo sé.

Pero en su corazón, lo sabía. Ese hombre está tallando una imagen de Tlaltecuhtli, un temible monstruo de la tierra. Es más grande que cualquiera de los barcos que visitan el puerto de Veracruz. Más grande que cualquier ballena. Es algo violento e incontrolable y no entiende de palabras. Al final, Tezcatlipoca adoptó su forma guerrera y luchó contra la criatura en el mar, haciéndola pedazos, pero aun así, no murió. Era tan fuerte que devoró una de las piernas de Tezcatlipoca. Aunque lo llamo monstruo, también es un dios azteca...

La representación que hizo el hombre de la deidad fue hábil. A Libertad le entraron ganas de hablar con él sobre el tema, pero fue la última vez que vio al artista vendiendo réplicas de la decoración que se sentaba en el trono de Moctezuma II.

 

Carlos Casasola obtenía un beneficio sano y constante con su negocio y nunca se preocupó por el futuro. No tenía enfermedades y hacía años que no enfermaba.

La premonición de la muerte le llegó sin previo aviso. Despidió en el puerto un barco Casasola cargado de plata y turquesas, y de camino a casa, un perro callejero se le acercó corriendo por la calle y le mordió la mano.

La mordedura era superficial y Carlos pudo curarla él mismo, pero cuando un marinero atrapó al perro con una red prestada por un pescador, sugirió a Carlos que llevara al animal a un veterinario para que lo examinara. El marinero sospechaba que el perro tenía una enfermedad, y sabía el peligro que suponían esas infecciones.

Lo llevaron a la perrera y, finalmente, alguien de la oficina de salud pública de Veracruz se puso en contacto con la empresa Casasola.

―El perro padecía una forma aguda de rabia ―explicó el trabajador.

Carlos fue al hospital y le volvieron a desinfectar la herida de la mordedura. El virus estaba en la saliva del perro. A pesar de los avances de la ciencia médica, el virus de la rabia seguía siendo ferozmente mortal.

Tras un mes de incubación, que pasó rezando a Dios, Carlos desarrolló los síntomas de la rabia. Tenía una fiebre similar a la de la gripe, se quejaba de dolor alrededor de la mordedura, luego se desmayó y tuvo que ser llevado al hospital. Cuando despertó, gritó y se retorció, aquejado de alucinaciones causadas por los efectos del virus en el cerebro.

Libertad vio cómo unas enfermeras con equipo de protección se llevaban a su marido, que babeaba y gemía como poseído por un demonio. Estaba maldito por los dioses aztecas, pensó.

Un vistazo al calendario lo aclaró. El día en que Carlos fue mordido por el perro rabioso en el puerto era Miquiztli, primer día de la trecena regida por el símbolo de la calavera. La muerte personificada había venido a por él.

 

A los afectados por la rabia les costaba tragar debido a las extremas contracciones de la garganta. Ingerir líquido suponía tanta agonía que la víctima podía entrar en pánico con sólo ver un vaso de agua. Por esta razón, la enfermedad también recibió el nombre de hidrofobia. Comprensiblemente, ver a un sacerdote exorcista con un recipiente lleno de agua bendita también provocaba esta reacción. Cuando Carlos vio al sacerdote, que hizo caso omiso de las advertencias del médico de que no entrara en la habitación del hospital, la mera visión del crucifijo en el pecho del clérigo le hizo pensar en agua bendita. El miedo torció sus facciones y luchó por apartarse.

―¡No te acerques! No te acerques más ―suplicó con voz ronca, maldiciendo al sacerdote.

 

Alucinaciones, confusión, sed interminable, sufrimiento. Al final, Carlos murió sin poder despedirse como es debido de su familia. El calendario puso los pelos de punta a Libertad. La maldición de los dioses, la ira de los antepasados. El día que murió su marido era el sexto de la trecena iniciada por Coatl, la Serpiente. Este día era Chicuace Itzcuintli, el día del Seis-Perro, gobernado por el dios de la muerte, Mictlantecuhtli. La muerte enviaba al perro a arrastrar el alma de Carlos al Mictlan, el inframundo. Éste era el nivel más bajo del reino subterráneo, donde acababan descansando las almas de los que morían de forma natural. Las almas perdidas acababan disipándose allí, pero lo más probable era que Mictlantecuhtli pretendiera conducir a Carlos a un laberinto sin fin y sin salida. Quedaría atrapado en otro mundo, un plano de sufrimiento eterno.

Había más elementos ominosos. Coatl, la Serpiente, era el símbolo que marcaba toda la trecena en la semana de la muerte de Carlos. De vuelta en su pequeña aldea de Catemaco, Libertad había preguntado al anciano y a unos cuantos brujos el nombre de su antepasado que había servido a Tezcatlipoca.

Su glorioso título -otorgado nada menos que por el más alto de los tlatoani, el mismísimo rey Moctezuma II- era Tezcacoatl. Serpiente Espejo.

 

Isidoro creció y se convirtió en un hombre voluble y perezoso, tal y como su madre había temido. Heredó la empresa comercial Casasola, de acuerdo con el testamento guardado en la caja fuerte de su padre. A pesar de que los subordinados de Carlos desconfiaban de la perspicacia de Isidoro para los negocios, el nuevo propietario se presentaba en la oficina rebosante de entusiasmo, realizaba un trabajo pasable y luego pasaba las noches bebiendo y vagabundeando.

Un día viajó fuera del estado, alegando que era por motivos de trabajo, aunque no tenía ninguno. Mientras disfrutaba de la vida nocturna de Oaxaca, conoció a Estrella, una chica mestiza nacida en el seno de una rica familia local. Medio año después se casaron y tuvieron cinco hijos.

Todos fueron varones.

Bendecida con nietos a una edad temprana, Libertad colmó a los cinco de amor, y ellos la amaron en respuesta.

Bernardo.

Giovani.

Valmiro.

Duilio.

Hugo.

 

Tras la muerte de su marido, Libertad tuvo que hacer de buena católica en muchas menos ocasiones, pero, al igual que con sus propios hijos, no les habló a sus nietos de la mitología azteca. A su hijo y a su nuera no les gustaría. Para no contrariarlos, hacía lo posible por no utilizar ninguna palabra en náhuatl cuando pasaba tiempo con sus nietos.

 

En las fiestas católicas, los chicos rodeaban a Libertad con entusiasmo, tirando de su mano y diciendo:

―¡Vamos a la fiesta, abuelita!

―Pasarla bien ―respondía ella con una sonrisa y un movimiento de cabeza, enviando a sus nietos a divertirse.

 

Es mejor guardarme las historias de los dioses para mí, razonaba Libertad.

Lo que finalmente la hizo cambiar de opinión fue que Hugo, el menor de sus nietos, contrajo la rabia por la mordedura de un perro y murió, al igual que su marido.

Al ser el más pequeño, Hugo aún no había visto a sus abuelos maternos. Así que Estrella lo llevó a Oaxaca en julio, cuando las fiestas de la Guelaguetza estaban en pleno apogeo.

La Guelaguetza es una gran fiesta que reúne a indígenas de varias regiones. Libertad lo sabía, pero no le interesaba. Para ella era una atracción turística, una forma de entretenimiento para el México cristianizado. No era un ritual para resucitar a los antiguos dioses.

Embelesada por las mujeres que bailaban con sus coloridos trajes tradicionales, la madre de Hugo no se fijó en el perro que se acercaba corriendo ni en los gritos de su hijo. Sólo oía los cantos y tambores que llenaban la calle. Sólo cuando mordieron a otros turistas y la gente empezó a protestar, se dio cuenta de que algo le pasaba a su hijo pequeño.

El pobre Hugo fue mordido en Ce Itzcuintli, el día del Perro Único; una vez más, el perro de la muerte asomaba la cabeza en el calendario.

Tras el periodo de incubación, Hugo cayó enfermo, al igual que su abuelo. Estaba cubierto de sudor, con los ojos desorbitados por el dolor y el terror, incapaz de beber agua o hablar, y con la boca congelada en un rictus de gritos silenciosos. Falleció la cuadragésima cuarta noche después de su fatídico mordisco.

Era el quinto día de la trecena de Atl, o "Agua". El dios en control de esa semana era Chalchiuhtotolin, el "Pavo de Jade" -una de las formas de Tezcatlipoca. Y el día en que Hugo murió fue Mahcuilli Acatl, "Cinco-caña". El dios que gobernaba ese día no era otro que el propio Tezcatlipoca.

Libertad no podía dormir ante la ira despiadada de los dioses, tan clara como el día en el calendario. Lamentó no haber hablado a sus nietos de los dioses y los mitos aztecas, y lloró pidiendo perdón.

He traicionado a los aztecas peor que nadie, pensó. Y los dioses castigaron a mi nieto. Debería haberme dado cuenta de que la muerte de mi marido era una advertencia. Debí saber que Tezcatlipoca ordenó a Mictlantecuhtli que enviara a ese perro del inframundo.

Los padres de Hugo, Isidoro y Estrella, discutieron tan amargamente en su dolor por la muerte de su hijo que la policía acudió a la casa por una denuncia de ruidos. Libertad, sin embargo, ya no tenía lágrimas que derramar.

Sus ojos contemplaron la hoguera en lo alto del teocalli de Tenochtitlan, capital del imperio azteca. El dolor de su angustia era tan grande que se convirtió en una especie de embriaguez, en la que el significado de las muertes de su marido y su nieto relatadas por el calendario corría por sus venas como la pura voz y voluntad de los dioses vivos.

 

El perro vino del inframundo a decírmelo. Querido Hugo, tuviste una muerte sublime, un sacrificio a Tezcatlipoca. Gracias a ti, por fin he comprendido lo que él quiere. De mis cinco amados nietos, sólo tú fuiste llevado, dejando cuatro atrás. Ahora sé lo que eso significa. Todo fue obra del destino.



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