Tezcatlipoca - Capítulo 13

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Isidoro Casasola se dio cuenta de que Libertad ya no se molestaba en ocultar a sus hijos sus intereses heréticos. Su esposa, Estrella, le dijo con indisimulada preocupación:

―Ojalá no hiciera eso con los muchachos.

Estrella era de Oaxaca, donde vivían muchos indígenas, y le gustaba pensar que tenía una actitud generosa hacia las antiguas culturas, pero, como casi todo el mundo, se había criado en un ambiente estrictamente católico. En su opinión, ya fueran mayas, olmecas o aztecas, los recuerdos de las civilizaciones caídas debían conservarse como algo placentero, como el arte decorativo y las danzas. No deberían traerse al presente como religiones activas.

―Es porque Madre no es católica ―le dijo Isidoro, luego entró en su estudio y cerró la puerta. Encendió un puro, se sirvió un trago de tequila y exhaló con fuerza.

Siempre le había costado entender la forma de pensar de su madre, pero su fijación con los aztecas era una constante. Había visto a su padre enfurecerse y abofetearla muchas veces por ello, pero ella nunca lo dejó. Al final, su padre contrajo la rabia, sufrió y murió. Probablemente ella veía su final como la ira de los dioses aztecas hecha realidad. Estar en su presencia lo dejaba claro. Y cuando Hugo perdió la vida por la rabia de la misma manera, debió de tener un profundo efecto en ella.

Isidoro bebió otro trago de tequila. Está muy bien ser devoto, pensó. Pero México es un país católico. Esos reyes aztecas, como Moctezuma y Cuauhtémoc, son figuras históricas cuyos nombres aparecen en los libros de texto, en las calles y en las botellas de licor. El Templo Mayor es sólo una ruina para turistas. Si te tomas estas cosas en serio, la gente pensará que estás loco. Entiendo por qué Estrella está preocupada. Pero, ¿qué se supone que debo hacer?

Su madre no sólo le resultaba incomprensible, sino también aterradora e inaccesible. Nunca le había dado un sermón ni le había pegado. Entonces, ¿por qué le tenía miedo?

Había una respuesta: Isidoro temía la extraña y desconcertante hechicería que su madre veneraba, y no quería admitirlo. Las maldiciones y la magia no eran reales. Si lo fueran, los aztecas habrían hecho retroceder a los conquistadores...

Sin embargo, una vez que el niño interior de Isidoro se apoderaba de una emoción, ninguna lógica podía ahuyentarla. El desprecio de Isidoro hacia su madre, nacida en Catemaco, era un reflejo de su terror. Ni siquiera de adulto la había mirado a los ojos y le había dicho lo que pensaba.

Isidoro bebió otro trago de tequila y se limpió la boca. Como decía Estrella, podía tener alguna influencia negativa en sus hijos, pero, por otra parte, ¿qué conocimiento no la tenía? Los experimentos químicos, si se usaban para el mal, podían enseñar a matar. En otras palabras, era importante ser tolerante. Por ahora, los chicos no renegaban de María ni de la Virgen de Guadalupe. Respetaban al cura Hidalgo, el Padre de la Patria, que Isidoro supiera. Iban a misa. Si empezaban a decir que no querían ir a misa, eso significaría que las enseñanzas de Libertad habían traspasado los límites de la tolerancia. Ahí estaba el límite. Se sentiría mal por ello, pero si llegaba el caso, tendría que echarla de la mansión. Le conseguiría una casa barata en el campo y la obligaría a vivir allí sola.

Una vez establecido su plan, Isidoro dejó el vaso de vino sobre el escritorio y abandonó el estudio. Llamó al chófer de la familia, que aguardaba en la mansión a la espera. Isidoro no quería estar en casa ahora. Le apetecía desahogarse en un casino, pero de momento no tenía dinero para jugar.

―Llévame a la oficina del puerto ―le dijo al chófer.

 

Mimado por su padre y educado en lo blando y decadente, Isidoro se creía un excelente hombre de negocios. Le molestaba que los altos cargos de la empresa de su padre no valoraran sus aportaciones y su liderazgo.

De acuerdo con el testamento, Isidoro se hizo cargo de la empresa Casasola a los veintisiete años y se devanó los sesos en busca de nuevas fuentes de beneficios que estuvieran a la altura de la época actual.

Su idea, sumada a las exportaciones de plata y turquesa que la empresa había gestionado desde la generación de su bisabuelo, fue utilizar esos materiales para confeccionar artículos de decoración que la empresa vendería al por mayor. Collares de jade y plumas, anillos de plata y pulseras con turquesas incrustadas. El concepto de los diseños surgió del amor de Libertad por el arte azteca. Así anunciaba la línea a los compradores:

"Hermosos dijes hechos a la usanza de los antiguos aztecas, elaborados por artesanos indígenas de habla náhuatl en nuestro taller ubicado en Oaxaca".

En realidad, la fábrica estaba en Veracruz, y no había ningún indígena de sangre pura. Casi todos los del taller eran mestizos, junto con dos negros de Bolivia y un inmigrante chino que vino de Chile. Ninguno de ellos sabía nada de mitología azteca ni hablaba una palabra de náhuatl. Se limitaban a trabajar en una fábrica para mantener a sus familias.

Cuando la contracultura hippie se apoderó de Estados Unidos a finales de los sesenta, los adornos aztecas hechos por indígenas se vendieron como churros. Los barcos de la empresa Casasola salían regularmente de Veracruz, cargados de adornos y ornamentos, y remontaban el Golfo de México hasta Estados Unidos.

Isidoro también empezó a vender pieles de jaguar y puma a ricos compradores blancos a precios exorbitantes. Y cuando las conseguía disecadas y montadas, siempre se aseguraba de guardarlas para las subastas, para subir aún más los precios.

 

Creía haber demostrado su perspicacia empresarial, pero en realidad las ventas de adornos y pieles sólo representaban un pequeño porcentaje de los ingresos totales de la empresa. La base del negocio seguía siendo la exportación de plata y turquesa.

El sustento de la empresa Casasola eran sus estrechas relaciones con los dueños de las minas de México, que se habían cultivado durante las generaciones del bisabuelo, el abuelo y el padre de Isidoro. Sin ellos, no había nada que cargar en los barcos.

Los empleados veteranos que habían trabajado con su padre, Carlos, estaban preocupados por la mano dura con la que Isidoro negociaba con los dueños de las minas. Le advirtieron muchas veces que mejorara sus tácticas, pero Isidoro hizo caso omiso.

Cuando el propietario de una mina de plata de Guanajuato rompió por fin los acuerdos con Casasola, otros no tardaron en seguirlo. Las empresas rivales se beneficiaron de todas aquellas fuentes de plata y turquesa, y los beneficios de Casasola se agotaron. Hubo que vender varios barcos, los empleados se marcharon y se avecinaba la bancarrota.

 

El 15 de septiembre, víspera del Día de la Independencia, cuando normalmente habría estado en Ciudad de México con amigos, emborrachándose en el Zócalo y gritando "¡Viva México!" con la multitud, Isidoro estaba sentado solo en la oficina Casasola, mirando el puerto de Veracruz por la ventana.

Barcos con sus luces brillantes cruzaban en silencio el mar oscuro, rompiendo de vez en cuando la tranquilidad con el silbido de un silbato de vapor.

Isidoro fumaba un cigarrillo, bebía mezcal y jugueteaba con la pistola que tenía encima de la mesa. Era un viejo revólver Colt, un recuerdo de su padre. Cuando era joven, Isidoro pensaba que era una reliquia de sus antepasados conquistadores. Una vez adulto, se enteró de que se fabricó mucho, mucho después del siglo XVI, que fue cuando los conquistadores derrocaron el reino azteca.

Devolvió el arma al escritorio y miró el retrato de su bisabuelo que colgaba en el despacho. El hombre del marco frunció el ceño ante el fracaso de su descendiente, como si supiera cuán endeudada estaba la empresa familiar.

No tengo que volarme los sesos, pensó Isidoro. Puedo emborracharme y tirarme al agua. Con eso bastará.

Sonó el teléfono.

Era una queja de un socio de Nueva York, preguntando dónde estaba su envío. Isidoro se disculpó, colgó y enseguida recibió otra llamada. Ésta era de Barcelona, reclamando el pago de una deuda. La siguiente procedía de El Pireo (Grecia), luego de San Francisco y, por último, de otra empresa de Nueva York, todas ellas para cobrar deudas.

Con un vaso lleno de mezcal en una mano, Isidoro se frotó los ojos somnolientos y atendió otra llamada. Ésta era de su mujer.

―Estoy harta ―dijo Estrella―. Los chicos estaban jugando con fuego en el patio. ¿Sabes lo que hacían? Se pinchaban los lóbulos de las orejas con púas de cactus. Estaban rociando su sangre en el humo. Es una locura. Cualquiera podría ver que es magia negra. Esto ha arruinado completamente el Día de la Independencia. Y todo es porque no mantuviste a tu madre a raya, porque eres demasiado débil. Bueno, no puedo soportarlo más. Saca a Libertad de aquí, o me llevaré a los niños de regreso a Oaxaca.

―No son púas de nopal ―dijo Isidoro.

―¿Qué?

―No son de cactus. Son espinas de maguey. Tú sabes lo que es eso, ¿verdad? Lo que usan para hacer pulque.

―¿De qué diablos estás hablando?

―Estoy recibiendo llamadas de trabajo. Tengo que colgar.

Isidoro colgó el auricular y la furia de Estrella se distendió. Dejó que el silencio se posara sobre sus hombros. Isidoro terminó el mezcal en su copa, luego acercó la botella y se sirvió más.

Sonó el teléfono.

―Bueno ―dijo Isidoro.

―Suenas como una mierda ―contestó el hombre al otro lado―. Quiero hablar con Isidoro Casasola.

―Al habla.

Aquella llamada cambió la vida de Isidoro. El hombre al otro lado no quería quejarse ni exigir dinero. Esperaba iniciar una nueva relación comercial.

La empresa comercial Casasola llevaba cuatro generaciones funcionando, poseía barcos y almacenes en el puerto de Veracruz, y estaba a punto de quebrar.

Los narcos lo sabían, por supuesto, y habían estado esperando el momento oportuno para contactar con Isidoro.

 

El primer trabajo fue el contrabando de hachís a Nueva York.

Al enviar con éxito los ladrillos de hachís al norte durante dos meses, Isidoro se ganó la confianza del cártel. A continuación, le pidieron que traficara con cocaína para ellos. Bajo la dirección de narcos enviados con fines "instructivos", aprendió a ocultar la cocaína entre montones de madera. Como hombre al mando, Isidoro viajaba él mismo en los barcos y llevaba el producto sano y salvo hasta Barcelona.

Había muchos lugares donde se podía esconder la cocaína aparte de la madera: dentro de pescado congelado, en globos oculares de taxidermia, detrás de cuadros enmarcados. Isidoro había conseguido conservar un último barco y lo mantenía en marcha a un ritmo constante, transportando el producto de puerto en puerto. Pronto la fortuna de la empresa había, en palabras del propio Isidoro, "resucitado como Lázaro".

 

Los montones de billetes caían del cielo y brotaban de la tierra.

¿Por qué no me dediqué a esto desde el principio? se preguntó Isidoro, recordando lo que lo trajo hasta aquí. Nada del pasado parecía real, todo era una pesadilla. Menos mal que había vuelto a la realidad.

A cambio de trasladar sus mercancías por el océano, el cártel pagaba a Casasola sus respetos y mucho más. Trataban a los cultivadores de coca y a los traficantes callejeros como a alimañas, pero no escatimaban en gastos para ampliar y mantener sus rutas de transporte. La inversión valía la pena.

Entraron grandes sumas de dinero a raudales, nuevas caras llenaron la oficina, la deuda desapareció, Isidoro contrató a un contable recomendado por el cártel, luego compró un yate para su propio placer y lo disfrutó en compañía de mujeres.

No había necesidad de doblegarse ante los viejos propietarios de las minas; estaban atrasados. Compró plata y turquesa en nuevas minas y reanudó su exportación, pero sólo a un tercio de la producción anterior. A pesar de ello, pronto corrió el rumor de que la empresa Casasola había vuelto de sus problemas.

Cuando era más joven, Isidoro había disfrutado con el consumo de hachís y cocaína en fiestas, pero nunca pensó en venderlo él mismo. Aquello era un negocio sórdido, algo vergonzoso que se hacía en los callejones. Y además era tan pequeño. No como explorar vastas excavaciones, hacer tratos con los dueños de las minas y exportar enormes cantidades de plata y turquesa. O eso creía él.

Ahora esa creencia se había derrumbado por completo. La droga era un gran negocio. Isidoro se encontró con una nueva forma de pensar.

El transporte es el aspecto más importante del tráfico de drogas. El mar está cubierto de carriles de oro. Nunca hubiera creído que se moviera tanto dinero hasta que me involucré. Esto trasciende el simple concepto de hacer dinero. Hay tanto dinero en efectivo moviéndose de esta manera que se parece más a los ingresos fiscales que a los beneficios empresariales. Sí, llámalo impuesto. Hay un país invisible de drogas que cruza los mares, y la gente en cada nación del mundo está pagando el impuesto de las drogas...

 

Cuando los seres humanos se enfrentaban a un peligro, poseían la capacidad de cambiar su forma de actuar para sobrevivir, demostrando una presteza y un dinamismo que sugerían que habían evolucionado y crecido. Y una vez pasado el peligro, volvían a las andadas.

Una vez estabilizada de nuevo la empresa Casasola, Isidoro se regodeó en los halagos de quienes buscaban una tajada de su fortuna, y empezó a gastar desorbitadamente, como había hecho en el pasado. Al fin y al cabo, Isidoro había rescatado a la compañía del borde del desastre y había reconstruido su flota de barcos hasta alcanzar el número de los días de gloria. ¿Qué daño podía hacer alardear de su éxito?

Embriagado por la riqueza, compró anillos de diamantes, relojes con esmeraldas y docenas de trajes a medida, y pasó las noches ahogándose en licor y mujeres.

No tenía ningún deseo de volver a la mansión y meterse entre su madre obsesionada con los aztecas y su puta esposa católica. En lugar de eso, viajaba entre las casas de cinco amantes diferentes, ignoraba a sus hijos, trabajaba, se divertía, dormía, se despertaba y volvía a trabajar.

Mientras sus barcos llenos de cocaína hábilmente escondida siguieran saliendo del puerto de Veracruz, seguiría ganando sumas impías.

 

La falta de temor de Isidoro por el cártel y sus muestras de extravagancia estaban llamando la atención. A pesar de no haber matado nunca a nadie, Isidoro se consideraba igual que los demás narcos: poderoso y peligroso.

Con el tiempo, empezó a exigir una mayor tajada al cártel. Peor aún, un mal juicio personal le llevó a un importante fracaso empresarial.

Un barco programado para descargar en un puerto de África Occidental tuvo que dar la vuelta antes de poder atracar. El problema surgió porque Isidoro había escatimado el soborno para pagar a la guardia costera local. Isidoro alegó que se trataba de "simples negocios", pero fue un grave error por su parte. Si otros narcos que esperaban en tierra no se hubieran dado cuenta de que algo iba mal y se hubieran puesto en contacto con el barco antes de tiempo, éste habría navegado hasta el puerto y muy posiblemente habría perdido unos cientos de kilos de cocaína. Ese tipo de pérdida se medía en cientos de millones de pesos.

De repente, las tornas cambiaron. Había llegado el momento de que Isidoro cumpliera un propósito: enviar una advertencia sobre quién mandaba realmente. La advertencia del cártel no iba dirigida a él, sino a sus allegados. A Isidoro se le escaparía el significado, pero todos los demás lo entenderían. Y no habría segundas oportunidades si no aprendían a la primera.

El cártel mexicano se puso en contacto con sus socios de un cártel colombiano y les dijo:

―Vamos a matar al presidente de Casasola, pero sus barcos seguirán navegando ―Entonces soltaron a sus sicarios.

Los amigos ricos de Isidoro se enteraron de su destino por susurros, pero ni uno solo de ellos pensó: "Pobre desgraciado". En cambio, todos lo maldijeron. El bastardo suertudo.

Pudo actuar a su antojo y sobrevivir unos años en el mundo de la droga antes de que ésta lo alcanzara.

 

Libertad ofreció un gallo a los dioses en el patio trasero de la mansión, pasó los dedos por la sangre del cubo y luego roció un poco en cuatro platos pequeños, de uno en uno. Les dijo a sus nietos:

―Ahora rocíen eso en el suelo delante de la puerta.

Eran las seis de la mañana. Los cuatro cogieron los platos, atravesaron el jardín con su rico aroma a flores de dalia y se dirigieron con cuidado a la puerta principal, con cuidado de no derramar nada de sangre.

Había un cadáver esperándoles.

Parecía que alguien había colocado allí un muñeco grande como travesura, uno desnudo. La cabeza, los brazos y las piernas estaban separados del torso, descansando por separado. Los lugares de los cortes estaban oscuros y descoloridos, y la piel tenía hematomas morados aquí y allá.

Una mujer que pasaba junto a la puerta gritó y, cuando su voz se apagó, se hizo un silencio espeluznante. Los cuatro chicos permanecieron en silencio.

Una criada que había oído el grito salió a ver y, despacio y con cuidado, abrió la verja. Salió a la calle y se desmayó en cuanto identificó el cadáver. Aun así, los cuatro muchachos se quedaron completamente quietos y no derramaron la sangre del gallo. Finalmente, Valmiro dejó el plato a sus pies, corrió al patio y encontró a Libertad lavándose las manos en el pozo.

Al oír su informe, lo miró fijamente y le preguntó:

―¿Es verdad?

Valmiro asintió.

―¿Estás completamente seguro? ―volvió a preguntar Libertad.

―Es verdad ―respondió Valmiro―. Es Padre.

Libertad suspiró pesadamente, pero no se derrumbó. Fue a la puerta con Valmiro y vio el cadáver, a sus otros tres nietos y a la criada inconsciente, en ese orden. Ya se había congregado una multitud.

Ordenó a sus nietos que llevaran las partes del cuerpo de Isidoro al patio trasero.

Bernardo y Giovani levantaron el torso como una camilla, mientras Duilio llevaba los dos brazos, llorando. Libertad le dijo a Valmiro:

―Tú lleva la cabeza.

Una vez que todos los chicos hubieron entrado en el patio, Libertad recogió las piernas, arrastrándolas tras ella, y luego cerró la verja y echó el pestillo.

Los chicos colocaron las partes separadas de su padre en su sitio e intentaron pegar los extremos cortados, pero no funcionó. La cabeza, los brazos y las piernas se negaban a permanecer en su sitio, girando en ángulos extraños. Al ver a su padre mutilado, los otros tres niños acabaron llorando también.

Apenas pasaba tiempo en casa con ellos, pero sólo recordaban las ocasiones en que estaba allí; su sonrisa y su voz. Surgió en ellos la tristeza, luego el dolor y la rabia, y por último, el odio profundo.

Hugo y Padre se habían ido.

―¿Quién hizo esto? ―gritó Bernardo.

―Los narcos ―dijo Libertad.

La miraron con los ojos hinchados.

Libertad animaba y alentaba a las pobres putas indígenas que trabajaban en el puerto, y les contaba la suerte gratis si se lo pedían. A cambio, le habían contado todo sobre la clase de gente con la que se había metido Isidoro.

―Es una mala manera de morir ―comentó Libertad―. Muy mala.

―¿Por qué? ―preguntó Valmiro entre sollozos―. ¿No murió como un sacrificio, como Hugo?

―Así fue ―dijo Bernardo―. A Padre lo descuartizaron peleando con los malos. Es un guerrero azteca. Se convirtió en tortilla para los dioses, y ayudó a que el mundo no se destruyera.

―Tu padre no murió peleando ―dijo Libertad―. No escuchó a los demás, cometió un grave error y lo mataron. E Isidoro no sabe nada de los dioses aztecas.

―Entonces, ¿va a bajar al Mictlán? ―preguntó Bernardo, asustado.

―Mictlán es el inframundo, pero no es como el infierno católico. Es una tierra de tinieblas donde viajan y aprenden las almas que no fueron ofrecidas a los dioses. Al final del viaje, las almas desaparecen. Ojalá fuera allí, pero no. Isidoro va a un lugar muy diferente, a sufrir un destino horrible.

―Tienes que ayudarlo, Libertad ―gritó Duilio.

―Hay una manera ―dijo Libertad en voz baja, después de una larga pausa―, una manera de hacerlo. Debemos matarlo de nuevo.

 

Los cuatro muchachos sujetaron el torso de su padre como se les había ordenado, y Libertad le clavó el cuchillo de obsidiana en el pecho. Atravesó la carne, abrió un agujero, cortó los huesos y extrajo el corazón que hacía tiempo había perdido su ollin.

―Apúntale a la cara ―dijo.

Valmiro, que había traído la cabeza al patio, pensó que probablemente ése era su trabajo. Agarró la cabeza de Isidoro, que había rodado sobre un costado, puso las manos en las mejillas y la apuntó hacia arriba. Sus ojos apagados y abiertos reflejaban el cielo azul.

Libertad colocó el corazón encima de la cara de Isidoro. Los cuatro se alarmaron. ¿Qué hacía la abuelita?

―Mantenlo apoyado ―ordenó Libertad, luego metió la mano en su costal de arpillera y sacó algo que parecía una ocarina italiana. Valmiro, que nunca había visto una ocarina, pensó que tenía forma de aguacate, pero al ver su color blanco descolorido y sus contornos a la luz del sol, se dio cuenta de que el instrumento se parecía exactamente a una calavera. Era una calavera pequeña, del tamaño de la cabeza de un bebé.

Libertad sopló en el silbato, produciendo un sonido parecido al sollozo de una mujer. El ruido se hizo más fuerte, poco a poco, hasta que fue el aullido del viento fuera de la ventana, luego los gritos de una persona quemada viva y, por último, los gritos de los condenados del infierno.

Asustados por aquel sonido espantoso y desgarrado, todos los chicos, excepto Valmiro, se taparon los oídos con las manos. Él también lo habría hecho si no estuviera sosteniendo la cabeza de su padre. Estuvo a punto de mearse encima. Pero si la soltaba, la cabeza rodaría y el corazón se le caería de la cara. Valmiro se esforzó mucho por vencer su miedo.

Ehecachichtli, silbó el viento.

Los silbidos aztecas aterrorizaban a los conquistadores del siglo XVI, y era difícil imaginar otro instrumento en el mundo que produjera un sonido tan escalofriante. Los frailes españoles de la conquista los llamaron silbatos de la muerte. Al soplarlos, los silbatos invocaban al viento, atraían a los muertos desde las profundidades para que espiaran a los vivos y, por último, hacían aparecer al soberano de todas las tinieblas, Yohualli Ehecatl, la "Noche y el Viento".

Libertad despegó los labios del silbato y habló.

 

―In ixtli in yollotl.

 

―Tu padre ha vuelto a morir ―Tomó el corazón con la mano derecha y lo levantó, mirando a los cuatro muchachos―. Ahora su alma no irá a un lugar aterrador y desconocido, sino que se elevará al cosmos, donde están los dioses. Su padre tuvo que morir dos veces porque cometió un error. Por eso su primera muerte fue tan terrible. Ustedes deben conocer el error que él cometió. Así que escuchen con atención. Su padre era ahuicpa tic huica.

Los chicos se quedaron mirándola.

―'Lleva sin llevar' ―explicó Libertad―. Significa que sólo transportaba ociosamente el corazón sagrado que reside en su pecho. No sabía lo que hacía ni el sentido de su vida. Era un tonto que sólo vivía para su propio placer.

―¿Padre era un tonto? ―preguntó Bernardo.

―Así es. Bernardo, Giovani, Valmiro, Duilio, ninguno de ustedes debe ser un ahuicpa tic huica.

―¿Cómo podemos asegurarnos de no serlo? ―preguntó Giovani.

―Ponte una mano en el pecho. ¿Lo sientes latir? Esa es la clave. Tu corazón. Tu yollotl. Aún no lo has encontrado; eres demasiado joven para estar conectado con los dioses. Sientes el mundo con tu ixtli, tu cara. Porque tus ojos están dentro de tu cara. Pero tu cara no conoce el significado de la vida. Los niños, como tú, y los hombres tontos, como tu padre, no tienen la cara y el corazón conectados. Están separados. No tienes un rostro real.

No tienes un rostro de verdad. Los chicos se llevaron las manos a las mejillas para comprobarlo.

―Un guerrero lucha y muere por sus dioses, y un sacrificio humano entrega su cuerpo. Cuando hayas hecho un sacrificio por los dioses, tu rostro contemplará este mundo como es debido por primera vez. Entonces encontrarás tu corazón sagrado. Tu padre no entendió eso. Pero ustedes cuatro son guerreros aztecas. Deben encontrar su ser verdadero en ixtli en yollotl y estar ahí para ayudarse a vivir.

Estrella ayudó a levantar a la criada que se había desmayado en la entrada y regresó a la mansión. Con manos temblorosas, cogió el teléfono y llamó a la policía. Otros vecinos ya habían denunciado el incidente, y los coches se dirigían a la residencia Casasola.

Cuando llegaron las autoridades, examinaron las manchas de sangre frente a la verja y preguntaron a Estrella:

―¿Adónde ha ido a parar el cadáver?

Antes de que ella pudiera contestar, el agente que había ido por la parte trasera de la mansión llamó a los demás.

Junto al cuerpo descuartizado y decapitado de Isidoro Casasola, con el corazón extraído, había una mujer indígena y cuatro niños. Ella sostenía un cuchillo de piedra. Los agentes la apuntaron con sus pistolas para que soltara el arma y luego la esposaron por la espalda.

Libertad permaneció estoica mientras la metían en el coche y no hizo el menor gesto de protesta.

 

Su marido, despedazado por los narcos tras una vida de excesos; su suegra indígena, que le abrió en canal y le arrancó el corazón delante de sus nietos; los niños, cuyas almas había robado el Diablo; un ritual pagano interminable.

Estrella no soportó estar ni un momento más en la casa Casasola de Veracruz. Empezó a enloquecer, a lamentarse, a arrojar objetos y a derribar sillas. Poco después, partió, sola, hacia su casa en Oaxaca, sin llevarse nada de su patrimonio familiar.

 

Si Libertad hubiera blasfemado contra Isidoro después su entierro, habría cumplido una pena máxima de cinco años. Sin embargo, le había abierto el pecho con el cuchillo de obsidiana antes de su entierro. Dado el estado de Isidoro, estaba claro que había sido asesinado por un cártel. De acuerdo con la ley federal, Libertad fue multada y retenida durante cuatro días antes de ser puesta en libertad.

De vuelta a la casa, el salón estaba en un estado lamentable. Los platos usados seguían sobre la mesa.

―Abuelita ―llamó Valmiro, bajando las escaleras cuando se dio cuenta de que estaba en casa―. Madre se fue. Mila tampoco está.

Mila era una criada que había trabajado para los Casasola durante cuatro décadas.

―¿No fuiste con tu madre?

―No.

―¿Dónde están Bernardo, Giovani y Duilio?

―Están aquí ―respondió Valmiro―. Somos como tú. Somos guerreros aztecas.

 

Libertad vendió la posesión de la familia y empezó a cobrar por la adivinación que antes hacía gratis. Así pudo mantener a los chicos.

La oficina de la empresa Casasola permaneció en el puerto, pero el cártel se había apoderado por completo del negocio, y Libertad no vio un solo peso de él.

 

Quiero vengarme de los que mataron a Padre.

 

Libertad comprendió el deseo silencioso que ardía en el corazón de los muchachos, y lo respetó. Cada ser humano era un ahuicpa tic huica, llevar sin llevar. Sólo la voluntad firme e inquebrantable los despertaría y guiaría hacia el camino de los dioses: in ixtli in yollotl.

Los hermanos escuchaban todas las noches las historias de Libertad sobre el reino perdido, sin aburrirse nunca de ellas.

Aprendieron muchas cosas a través del miedo, y conociendo el miedo, adquirieron la sabiduría para enfrentarse a la realidad. Las historias eran tan interesantes que no necesitaban pagar dinero para ir al cine a entretenerse. De hecho, todas las películas de terror de Estados Unidos parecían estafas de los relatos de Libertad.

En el verano de 1975, el mayor, Bernardo, fue al cine con sus amigos del colegio y vieron La matanza de Texas, que tenía mala fama por dar miedo. Sus amigos se tapaban la cara con las manos o salían corriendo del cine antes de que terminara la película, pero Bernardo no se asustaba lo más mínimo. De hecho, sentía curiosidad por saber por qué la gente pagaba dinero para ver algo así. Lo que hacía Leatherface era lo mismo que Xipe Totec, y mucho más burdo. Xipe era el dios desollado y regularmente arrancaba la piel a los esclavos y les sacaba los globos oculares, luego los usaba para sí mismo. Cuando el xiuhpohualli declaraba que era el día del festival de Xipe Tótec, los aztecas que lo adoraban desollaban a los esclavos como correspondía, usaban sus pieles durante veinte días, bailaban y perseguían a los demás.

Después de La matanza de Texas, Bernardo perdió todo interés por el cine de terror. Ni siquiera vio Viernes 13 cuando se estrenó. Les dijo a sus hermanos que sería tirar el dinero. Cuando Viernes 13, parte 2 llegó a los cines un año después, la gente hablaba del asesino con máscara y machete, pero sólo parecía una imitación barata de los verdaderos guerreros aztecas.

 

Aunque las historias de Libertad tenían un efecto mágico, era francamente realista cuando se trataba de la muerte. En sus cuentos de sueños e ilusiones, siempre había un marcador absoluto de la muerte. La gente moría. No volvían a la vida. Morir de buena manera devolvía el alma a los cielos, pero ya no era tu yo actual. No había vida después de la muerte. El alma se reencarnaba. Pero antes de eso, se convertía en pájaro, por lo que nunca recordaba su antigua existencia. ¿Cómo era posible que alguien que no recordaba el pasado renaciera como la misma persona?

 

El horrible sonido del ehecachichtli. Tezcatlipoca sentado en lo alto del teocalli y devorando los brazos de los sacrificios, viendo cómo Tenochtitlán se hundía en la noche. El sonido de los tambores atados con piel de serpiente. Un sacerdote tlamacazqui adorando al dios de la guerra Huitzilopochtli dando el corazón de un sacrificio a un cuauhtli, un águila. El cuauhtli toma el corazón y vuela hacia arriba a través de las trece capas de los cielos, dejándolo caer en la hendidura de la piedra sagrada. Quetzalcóatl lleva la piedra al sol. El cuauhtli, con su trabajo terminado, desciende y se transforma en un cozcacuauhtli, un buitre, y se adentra en las nueve capas del reino subterráneo. Las almas de los humanos no sacrificados a los dioses se precipitaron junto a él, viajando a través de las nueve capas oscuras, hasta llegar a las profundidades del Mictlán al cabo de cuatro años. Allí, se encontraban con el terrorífico dios de la muerte con cara de calavera, Mictlantecuhtli, evaporándose al fin y conociendo la liberación del inquieto viaje a través de la más absoluta negrura.

 

―Como he dicho muchas veces, lo importante es cómo mueres ―dijo Libertad a través del humo de copal―. Es cómo agotan sus vidas. Eso es crucial.

 

A través de la sangre y el mito del reino caído, los cuatro muchachos entraron en contacto con el orden del cosmos y la cruel naturaleza de la realidad, reflexionaron sobre la luz y la oscuridad, comprendieron la importancia de una firme fuerza de voluntad y forjaron lazos fraternales más fuertes.

A medida que recopilaban información sobre el cártel que ejecutó a su padre y robó la empresa familiar que construyó su tatarabuelo, empezaron a creer que el sistema de justicia federal mexicano era incapaz de castigar a los responsables. Los narcos existían al margen de la ley. En otras palabras, trabajar para convertirse en policías o fiscales era una pérdida de tiempo y esfuerzo para los chicos.

El camino más directo hacia la venganza era convertirse en el enemigo del enemigo. Se unirían a una organización que rivalizara con el cártel que le robó la vida a su padre.

Crecieron en tamaño y personalidad, entrelazándose con los recuerdos aztecas, alcanzando el plano de la venganza, un futuro en el que se convirtieron en narcos.

 

Dentro de este otro cártel, que albergaba a los hombres más feroces de todo Veracruz, la crueldad de los hermanos Casasola sobresalía por encima de la de los demás. Las historias de sus hazañas se extendieron.

 

"Son fanáticos que capturaron a un teniente enemigo, le arrancaron el corazón y se lo ofrecieron a su dios azteca".

 

Se ponían al frente de cada tiroteo. Si un compañero corría peligro de ser secuestrado, cargaban contra el enemigo, blandiendo hachas que utilizaban para cortar brazos. Decenas de narcos que deberían haber sido arrastrados, mutilados y masacrados se salvaron gracias al asombroso valor de los hermanos Casasola. Aunque más que valentía era una locura sin miedo.

Incluso los sicarios de su propia organización les temían. Los más jóvenes admiraban tanto a los hermanos Casasola que se tatuaron símbolos aztecas como el Templo Mayor o águilas guerreras, incluso las palabras náhuatl mitl chimalli, o una flecha y un escudo, metáfora de guerra. Algunos dejaron de ir a misa y empezaron a adorar a los dioses aztecas.

Nunca salían de juerga por el distrito del placer y, por tanto, nunca fueron presa de la intrincada red de inteligencia que los cárteles enemigos habían establecido utilizando trabajadoras sexuales de alto precio.

 

Cuando por fin identificaron al sicario que había matado a su padre, los hermanos iniciaron un tiroteo a plena luz del día y lo capturaron vivo. Por desgracia, las balas de Valmiro y Duilio perforaron el estómago del hombre, dejando al descubierto sus entrañas. Era probable que muriera pronto. Con el hedor de la pólvora en las manos picándole las fosas nasales, Valmiro llamó a Libertad y le preguntó:

―¿Te lo llevamos?

―No, encárgate tú ―respondió ella―. Pero cuando termines, trae aquí su corazón y su brazo izquierdo.

Mataron al aullante sicario, le sacaron el corazón y le cortaron el brazo izquierdo, y luego los llevaron de vuelta a la mansión. Libertad los estaba esperando. Lavó cuidadosamente el corazón y el brazo con agua del pozo de atrás, los limpió y los metió en el congelador.

 

En mayo del año siguiente, el corazón y el brazo izquierdo del sicario fueron finalmente extraídos. El xiuhpohualli había llegado a Toxcatl, el día del festival de Tezcatlipoca, así que Libertad abrió el congelador para recuperar el sacrificio para el templo. El corazón se descongelaría a temperatura ambiente, pero para que el brazo izquierdo "fuera más fácil de comer para Tezcatlipoca", lo golpeó con un martillo y lo rompió en finos pedazos.

La visión de su abuelita llevando a cabo este proceso con una sonrisa dio a Valmiro una idea para una forma de tortura que seguramente aterrorizaría a sus enemigos.

En el futuro, esta idea se convertiría en su epíteto, un apodo que lo definía. El Polvo era un término común en el negocio de la droga, más a menudo como polvo de oro, el tipo más fino de cocaína. Pero el polvo asociado a Valmiro era algo totalmente distinto.

Congelaba las extremidades de sus víctimas secuestradas con nitrógeno líquido, cuando aún estaban vivas, y luego las rompía con un martillo de acero. Sus víctimas eran obligadas a ver cómo sus propios miembros se convertían en polvo.

 

Después de vengarse del sicario que mató a su padre, los hermanos Casasola siguieron matando a narcos del cártel rival. Ofrecían los corazones de los lugartenientes a su dios y, con cada sacrificio, los hermanos sentían que el poder sagrado que albergaban se hacía más fuerte.

Mataban, vendían cocaína, compraban armas, volvían a matar y, de vez en cuando, daban dinero a las pobres prostitutas indígenas del puerto. Las chicas se pinchaban las orejas con espinas de maguey, echaban la sangre sobre el humo del incienso y rezaban para demostrar su gratitud a los nietos de Libertad, los hermanos Casasola.

 

Cuando Libertad enfermó de neumonía, los hermanos compraron inmediatamente una habitación de hospital con cinco camas sólo para ella. Hicieron todo lo posible por decorar su cama con plumas verdes de quetzal y pieles de jaguar mientras ella yacía allí, demacrada y diminuta. Trajeron oro y esmeraldas, y mantuvieron guardias armados en la entrada de su habitación y alrededor de la planta las veinticuatro horas del día.

De los muchos regalos de sus nietos, Libertad estaba encantada con un espejo de obsidiana que Valmiro compró a un hombre que lo había desenterrado ilegalmente. Era un tezcatl, un espejo de la época azteca enterrado entre ruinas, una encarnación de Tezcatlipoca.

Libertad tuvo fiebre alta y parecía aún más demacrada, y el Mahcuilli Calli (Cinco Casas), quinto día de la trecena asociada a Quiahuitl, la lluvia, murió.

Sus nietos recogieron sus restos, la colocaron en un ataúd especial y la despidieron con un surtido de plumas, pieles, adornos y el espejo de obsidiana.

Mientras el sol descendía por el oeste, enterraron a Libertad en una colina a las afueras de Veracruz, que habían comprado para este fin. Era una tumba sólo para Libertad, sin ninguna cruz clavada en el suelo sobre ella.

No necesitaban sacarle el corazón. Ella no era ahuicpa tic huica, sino que había estado en ixtli en yollotl todo el tiempo. Habían aprendido todo de ella.

Junto al ataúd de Libertad había otro. Dentro estaban los restos de su médico, a quien Valmiro había matado a tiros. Pero no lo había matado como castigo por no haber salvado a su abuelita. Fue para asegurarse de que el alma solitaria de Libertad tuviera compañía. Ella necesitaba un asistente hasta que su viaje a los cielos estuviera completo.

Cuando los aztecas de alto rango morían, sus sirvientes eran enterrados con ellos como ofrenda a los dioses. También enterraban águilas, monos e incluso perros con orejas decoradas con turquesas. Las bestias servirían a los muertos en la siguiente etapa, pero los seguidores más apreciados eran los humanos. Valmiro eligió al médico para que fuera el asistente de Libertad.

Para cuando los ataúdes quedaron ocultos bajo la tierra, toda la ladera estaba teñida de escarlata por el atardecer sanguinolento. Permanecieron en la colina hasta que emergieron las estrellas. Una ráfaga de viento sopló en la oscuridad y cerraron los ojos.

 

Para disipar su dolor por la muerte de Libertad, los hermanos Casasola emprendieron una guerra sin cuartel.

La violencia fue en aumento. Destruyeron el edificio ocupado por las oficinas de la empresa Casasola y luego los cargueros del puerto, llevando al cártel rival a la ruina. No se limitaron a luchar con sus enemigos, sino que dirigieron sus armas sin piedad contra los pocos narcos de su propia organización que se atrevían a competir con ellos.

Los días de batalla se alargaron, derramando abundante sangre que los hermanos ofrecieron a los dioses mientras contaban los días del calendario azteca.

Conquistaron Veracruz y también el estado de Tamaulipas, al norte, anunciando el nacimiento de un nuevo cártel: Los Casasolas.

Bajo el constante escrutinio de las autoridades mexicanas, la DEA y la CIA, los principales miembros del cártel figuraban como

 

Fugitivos más buscados

 

Bernardo Carlos Casasola Valdés

alias "El Pirámide"

 

Jesús Giovani Casasola Valdés

alias "El Jaguar"

 

Valmiro Marcos Casasola Valdés

alias "El Polvo"

 

Juan Duilio Casasola Valdés

alias "El Dedo"

 

En 2015, un buque frigorífico zarpó del puerto de Veracruz en un soleado día de septiembre y se dirigió desde el Golfo de México hacia el Caribe, luego pasó por el Canal de Panamá hacia el Océano Pacífico y bajó a Santiago, capital de Chile, para recoger un cargamento de salmón.

Valmiro desembarcó y se dirigió a un concesionario de coches usados cercano al muelle. Primero comprobó los neumáticos de algunos de ellos; no tendría tiempo de cambiarlos después de hacer la compra. Pagó al contado un Mitsubishi Pajero cubierto de barro pero con las ruedas en bastante buen estado. Luego le dio una buena propina a uno de los limpiacristales de la acera para que le quitara la suciedad de la carrocería.

Valmiro condujo el Pajero hasta la frontera y presentó un pasaporte falso para entrar en Argentina. La siguiente etapa de su viaje fue en avión. Dejó atrás el Pajero, se subió a un viejo avión de hélice y voló desde el extremo oeste de Argentina hasta el este. El viaje hasta el Aeroparque Jorge Newbery de Buenos Aires fue agotador porque el avión se sacudió violentamente durante todo el trayecto.

Entrar en el país natal del líder del cártel Dogo era un gran riesgo; después de todo, su familia y sus socios aún vivían allí. Valmiro podría haberse embarcado en Chile para cruzar el Pacífico y dejar atrás América mucho antes.

Sin embargo, prefirió no hacerlo porque así confundiría más a su enemigo.

Valmiro fue al puerto de Buenos Aires y se puso en contacto con un marinero de un portacontenedores que Los Casasolas había utilizado muchas veces para contrabandear hielo. El hombre no reconoció a Valmiro, que de todos modos dio un alias.

Tras algunas negociaciones, se permitió a Valmiro colarse en el barco por treinta mil dólares. Si el marinero hubiera sabido con quién estaba tratando, habría exigido el triple.

 

Valmiro pidió un smartphone al marinero y le dijo que pagaría con una criptomoneda digital. Se llamaba Batista, una variante de un sistema existente que había modificado un programador uruguayo y que era el favorito de los cárteles colombianos.

El cifrado, oculto en una cadena de letras y números, estaba dividido en tres partes y vinculado a los datos del GPS. Cuando el barco en el que viajaba Valmiro abandonara el puerto, se enviaría la primera clave, momento en el que el marinero podría utilizarla para recibir el 10% -en este caso, tres mil dólares- en criptomoneda. Cuando el barco llegara a puerto, el marinero recibiría el 40% con la siguiente llave, doce mil dólares. Para obtener la tercera clave con la mitad restante del dinero, el GPS de Valmiro tendría que alcanzar las coordenadas cifradas de su destino, y el marinero necesitaría una contraseña que Valmiro establecería de antemano. Valmiro tenía que enviar la contraseña él mismo una vez que hubiera llegado a su objetivo. Naturalmente, esto significaba que tenía que estar vivo. Sin embargo, si Valmiro no hacía nada, se enviaría automáticamente una clave pública veinticuatro horas después de abandonar el barco. Esto permitía al marinero cobrar el 30% de los quince mil dólares restantes, es decir, cuatro mil quinientos.

El sistema Batista pretendía reducir el riesgo del método de pagar primero o pagar después para llevar a cabo negocios ilegales, desincentivando la traición antes de llegar y el asesinato después de llegar. Era un invento ideal para el negocio de la droga, ya que garantizaba que las drogas y las armas pudieran pasar a la otra parte de forma segura.

Con el viaje asegurado, Valmiro fue a cenar a un restaurante de carnes de Buenos Aires mientras esperaba que pasara la noche. En la mesa de al lado, una pareja de ancianos de piel blanca le preguntó dónde estaba el teatro de la ópera. Valmiro sonrió al responder, y después los observó con atención. Debían de rondar los ochenta años, y supusieron que era un lugareño. O eso, o eran conspiradores del cártel Dogo que no hacían más que actuar.

―Venimos de Suiza ―dijo la mujer en español―. Mañana nos vamos a Venezuela.

Él asintió y sonrió.

―Son unos viajeros, a su edad.

Venezuela, pensó Valmiro. Es conocida por ser un lugar donde se esconden los narcos buscados. Pero sólo si huyen de la DEA americana. Si huyen de cárteles con conexiones en toda Latinoamérica, no es seguro.

Se levantó de su asiento y le sonrió a la pareja de ancianos una vez más.

―Adiós ―dijo―. Disfruten de la velada.

 

Pasada la medianoche, Valmiro se coló a bordo de un buque de carga matriculado en Panamá con la ayuda del marinero. El buque estaba repleto de contenedores de acero de dos tamaños, de veinte pies y de cuarenta. Por una prima, los clientes podían poner sus contenedores "bajo cubierta", mientras que todos los demás se apilarían "sobre cubierta". Valmiro esperaba poder ocultarse en un contenedor bajo cubierta, pero debido a lo repentino de su petición, no hubo tiempo de preparar una opción mejor, y tuvo que ir en un contenedor sobre cubierta.

El barco se dirigía a Monrovia, la capital de Liberia, en África Occidental. Durante los casi veinte días que el barco pasó cruzando el Atlántico, los contenedores de cubierta soportaron el viento, la lluvia y el agua del mar. Y todo el mundo sabía lo que ocurría cuando las cajas metálicas quedaban expuestas a la luz del sol durante un tiempo. Valmiro estaba encerrado sin ventana, mecido por las olas, agarrado a su fusil, sin silla ni cama para estar cómodo. Era el comienzo de un largo y duro viaje para pasar de contrabando la carga más preciada de todas: él mismo.

Dos veces al día, el marinero venía a llevar agua y comida al contenedor de Valmiro. Bebió el agua y comió la lata de pescado. No bebía tequila ni café y no fumaba tabaco ni marihuana. En el contenedor había botes de productos químicos agrícolas, a los que dio la vuelta y se tumbó encima. Antes del amanecer, hacía tanto frío como en una noche desierta en el mar, así que Valmiro se envolvió en una manta para entrar en calor. Cuando se despertó, defecó en un recipiente de plástico y cerró la tapa.

 

Valmiro pasaba los días sin hacer otra cosa que respirar en total oscuridad.

No había luz para ver la hora, pero podía sentir el sol. La luz feroz, sin obstáculos en el mar, convertía el interior del contenedor en un infierno abrasador. Además, el barco se acercaba al ecuador, al continente africano.

Las condiciones eran perfectas para morir de insolación, pero Valmiro perseveró. Era agonizante, pero no tenía miedo. Si muero aquí, ofreceré mi corazón a Tezcatlipoca. Y si no muero aquí, simplemente le ofreceré un corazón adquirido en mi destino. El Tezcatlipoca rojo está conmigo. Y también Xipe Totec, el dios desollado, pensó.

Contaba los días según tres calendarios, basados en el número de comidas que le traía el marinero: el tonalpohualli y el xiuhpohualli aztecas, y el calendario gregoriano cristiano.

El agua que bebía, tibia y desagradable, le goteaba en forma de sudor. Masticaba pastillas antibióticas y se encontraba atormentado por recuerdos del pasado en su delirio inducido por el calor. Era un vórtice caótico que se entremezclaba con la realidad.

 

Gallos muertos en el patio trasero, una granja peruana durante una salida de negocios, árboles de coca, vehículos blindados de nivel 3, hombres en la granja de coca, fabricantes de cocaína, alguien gritando: "Vamos, vamos", calculadoras que mostraban totales de cocaína en toneladas, teléfonos sonando, la voz de abuelita: "Lo importante es cómo mueres", coordenadas GPS, las calles de Berlín, catorce kilos de cocaína líquida vendidos a un inversor por tres punto dos millones de euros, una bañera ensangrentada, la traición de sus subordinados, gritos, mujeres, vídeos de torturas en internet, fiscales suplicando por su vida, un escritor muriendo con los brazos y las piernas congelados, subordinados colgados de un puente, un hotel de Texas, medio kilo de cristales de metanfetamina vendidos por nueve mil dólares, tanques de nitrógeno líquido, un martillo de acero, cocaína escondida en el estómago de un pez congelado, sus hijos, hijas, esposa y hermanos volados por los aires por un dron, el humo del incienso de copal, caminar por Tenochtitlán, navegar en canoa, bajarse en Tlatelolco, escalones de teocalli manchados de sangre, pirámides escalonadas, Tezcatlipoca, Yohualli Ehecatl, Titlacauan, ahogó este mundo en un diluvio, Nahui-Atl, la voz de su abuelita otra vez, "Los guerreros aztecas cortaban las orejas de cada cautivo que tomaban y se las ofrecían al rey de Culhuacán, "somos guerreros aztecas, venimos de la patria legendaria de Aztlán, nuestra sangre se mezcló con la española, todo nos fue robado, pero aún no hemos desaparecido, marcharemos con las cabezas de los cautivos en nuestras manos, nuestro poder, escopetas, silbato de la muerte, cuchillo de obsidiana, brazos de sacrificio ofrecidos a dios, devorando la palma tierna, así como comemos el pollo, comemos el pollo, comemos".

 

Al final de su travesía por el océano Atlántico, el portacontenedores llegó a África Occidental. En el puerto de Monrovia, el contenedor de Valmiro en cubierta fue izado y depositado por una grúa, y él salió por fin con la ayuda del marinero. Se coló en el almacén, tambaleándose febrilmente, cogió agua de un cubo con manos temblorosas y se lavó la cara y el cuerpo. Luego se puso una camiseta barata y unos jeans. El peso de Valmiro había disminuido considerablemente a lo largo de los veintidós días de viaje, y tuvo que apretarse el cinturón para evitar que los jeans se le cayeran de la cintura.

 

Cuando el sol se ocultó sobre el Ecuador, Valmiro se movió entre los estibadores que se marchaban y se dirigió a la ciudad.

Convirtió su dinero en dólares liberianos, compró una camisa de cuello abierto, pantalones y zapatos de cuero para renovar su aspecto. Hecho esto, Valmiro se registró en un hotel. Después de entrar en su habitación, salió por las escaleras de emergencia, mirando por encima del hombro, y se deslizó por un callejón hasta un motel barato. Una vez allí, envió datos de voz para certificar la transacción de criptomoneda, dando por concluidos sus negocios con el marinero. Ahora el hombre del barco panameño tenía los quince mil dólares restantes, y todos los datos de localización encriptados estaban limpios.

Valmiro durmió como una roca en el duro colchón del motel y se despertó por la mañana. Caminó hasta una carretera muy transitada, paró un taxi y dijo en inglés:

―Take me to Madero International.

 

Madero International era una empresa comercial con sede en Monrovia. Hasta principios del siglo XIX, se conocía como Adele & Madero y ganaba dinero vendiendo esclavos y armas.

Hacía seis años, la empresa empezó a ayudar a Los Casasolas con el lavado de dinero, y Valmiro había visitado su sede en dos ocasiones. La capital de Liberia no le era del todo desconocida.

Los Casasolas alquilaron una caja fuerte en el sótano de Madero Internacional bajo el alias de "Francisco Martínez".

Valmiro cogió la llave y abrió la caja fuerte, sacando el dinero que había dentro y un par de muletas.

Las muletas parecían las típicas de aluminio y goma, pero pesaban el doble. Estaban hechas de resina sintética, una combinación de fibra de vidrio y cocaína líquida. Era el mismo método que se utilizaba para crear maletas falsas para el contrabando, y una vez separada la cocaína mezclada en todo el juego de muletas, tendrías coca por valor de cinco millones de dólares.

Valmiro se metió las muletas bajo los brazos y llamó a un taxi. El conductor se ofreció a meterle la maleta en el coche, pero no dijo nada de las muletas. Eran unos bastones mágicos que Valmiro estaba seguro de que nunca dejarían su lado.

 

Una larga estancia en Monrovia nunca fue el plan. Valmiro tenía en la cabeza un mapa particular del mundo que sólo un narco entendería, y se movía con audacia.

En primer lugar, viajó en un buque de investigación propiedad de un "grupo de protección del medio ambiente", que recorrió el Golfo de Guinea en dirección sur, hasta Ciudad del Cabo, en Sudáfrica. La organización propietaria del barco era bien conocida por los cazadores furtivos africanos. Si les pagabas suficiente dinero, te dejaban transportar animales cuyo comercio estaba prohibido por la Convención de Washington. El barco también transportaba drogas y refugiados.

Valmiro abandonó rápidamente Ciudad del Cabo y se embarcó en otro penoso viaje en contenedor. Un segundo viaje de calor abrasador y oscuridad dentro del contenedor, tomando pastillas antibióticas y soportando una agonía absoluta.

El barco de transporte cruzó el océano Índico y atracó en Perth, Australia. Cuando Valmiro caminaba por la ciudad costera con las muletas, la gente se apartaba de su camino amablemente.

Ya había recorrido más de medio mundo desde Veracruz, pero Valmiro no se detuvo aquí. Vivir en el mundo de los narcos significaba crear un laberinto con tus huellas, porque todo tipo de peligros acechaban ahí fuera y trataban de seguirte. Si no ocultabas tus pasos, acababas siendo bombardeado, como en Nuevo Laredo.

Al estar situada en la costa oeste de Australia, Perth estaba más cerca del sudeste asiático que la capital, Canberra, al este, y allí vivían muchos asiáticos. Valmiro gastó dinero en la comunidad asiática, siguió pistas, consiguió colaboradores de confianza y organizó otro viaje de polizón.

Tras perder a su presa en Nuevo Laredo, el Cártel Dogo siguió buscando alrededor de la frontera entre Estados Unidos y México.

En ese momento, Valmiro ya había abandonado Australia y se había fundido en el caos abarrotado del sudeste asiático.



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