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Bueno, después de 7 años terminamos Gamers!, hace poco también terminamos Sevens. Con esto nos quedamos solo con Monogatari Series como seri...

Tezcatlipoca - Capítulo 30

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Chatarra.

El apodo que Valmiro Casasola dio originalmente a Tohru Igawa era "La Chatarra", pero el artículo definido la se había ido suprimiendo gradualmente, de modo que ahora la Familia le llamaba simplemente Chatarra.

Con treinta y un años, ciento setenta y ocho centímetros y ciento cincuenta y cuatro kilos de peso, al principio parecía un gigante apacible, pero su peso ocultaba una potencia aterradora. Podía levantar ciento cinco kilos en vacío y doscientos noventa kilos en flexión de bíceps con ambos brazos.

El peso total de su fuerza ya era extremo, pero el curvado de bíceps de ciento cinco kilos era realmente extraordinario. Ni siquiera los luchadores profesionales y de sumo podían hacer eso con una sola mano. Sería difícil encontrar a alguien en todo el mundo que pudiera igualar esa hazaña. Su fuerza de agarre superaba los ciento sesenta kilogramos, lo que situaría a Chatarra al nivel del campeón del mundo de lucha de pesos pesados, si no por encima, en lo que a fuerza de brazo se refiere.

 

Chatarra trabajaba en un astillero de automóviles en Nakahara Ward, Kawasaki, donde reutilizaba la chatarra que le daba su nombre, y se ejercitaba en sus propias instalaciones privadas de entrenamiento, en un rincón del patio lleno de maleza y descuidado.

Fabricó sus propias pesas con neumáticos y ejes de transmisión viejos, construyó un banco para hacer pesas con los restos de un asiento reclinable y soldó dos tubos metálicos a la cabina de un camión desguazado para convertirla en una máquina para fortalecer los músculos de la espalda y las piernas.

Las herramientas eran prácticas, pero todas habían sido fabricadas con chatarra. Un desguace de automóviles ya tenía un aspecto distópico, y el gimnasio de entrenamiento casero de Chatarra le daba a éste un aspecto aún más desolador. Era como un gimnasio al aire libre de un país en vías de desarrollo, con equipos improvisados a partir de varias piezas.

 

Las piezas de automóvil que desmantelaba el astillero iban a parar a contenedores de acero que se cargaban en un barco en el puerto y se enviaban al extranjero, a distintos mercados. Algunas llegaban a Rusia, pero la mayoría iban al sudeste asiático.

Ninguna empresa podía soportar que le robaran sus productos antes incluso de embarcarlos, así que el astillero estaba rodeado de muros de chapa y alambre de púas, y varias cámaras de seguridad vigilaban a los ladrones. Por el alambre de púas pasaba corriente eléctrica en algunos puntos, supuestamente para mantener alejados a los pájaros.

Cualquier lugar aislado e invisible para el mundo exterior era un caldo de cultivo para la actividad delictiva. El depósito de automóviles de Nakahara era un lugar de reunión fácil para una banda de motociclistas bosozoku. Extorsiones, secuestros, peleas por dinero... se convirtió en un centro de todo tipo de actividades ilegales y, a través de los bosozoku, varios tipos desagradables y rudos de la calle se vieron atraídos por la promesa de las drogas y la prostitución.

Cuando fue contratado por primera vez, Chatarra desempeñó el papel de un portero de discoteca que interrumpía las escaramuzas entre los revoltosos jóvenes. Sin embargo, rara vez intervenía con calma. Por lo general, estallaba con extrema violencia y golpeaba a los rufianes hasta someterlos. A cualquier motociclista bosozoku o delincuente que intentara causar problemas en el patio le golpeaba en la cara, lo levantaba, lo golpeaba contra el suelo, lo amenazaba y luego lo lastimaba de formas aún más explícitas, si era necesario, hasta que soltaba algo de dinero como castigo por sus acciones. Se lo hacía a cualquiera. Cuando le juraban que lo matarían, se limitaba a sonreír y reírse.

Chatarra prestaba atención a quién entraba y salía, recordando sus nombres y caras y haciendo un seguimiento de sus actividades, hasta que llegó a un punto en el que dirigía el espectáculo fuera de horario. Ni siquiera el jefe de la empresa que lo contrató podía controlarlo.

Una vez que vieron el poder que tenía, los delincuentes se aterrorizaron de Chatarra. Ninguna persona en su sano juicio se atrevería a pelearse con él; sólo los yonquis tenían la falta de conciencia de sí mismos para ponerse en peligro de esa manera.

 

Miyata, el dueño del negocio, proporcionaba a los bosozoku y a los rufianes un lugar donde llevar a cabo sus negocios y se llevaba una parte de los beneficios. También compraba cocaína al médico Nomura, pero tenía una norma personal que siempre había cumplido: "No involucrarse en negocios de los yakuza". Si se asociaba con los yakuza, le quitarían todo el dinero que ganaba desmontando y enviando piezas de automóviles. En opinión de Miyata, había tomado la decisión correcta de mantener su negocio separado de los yakuza.

Si un solo yakuza intentaba entrar en el depósito de automóviles, acabaría causando problemas con Igawa, que le daría una paliza de muerte. Los chicos adolescentes y veinteañeros se comportaban porque Igawa los aterrorizaba, pero no sería tan fácil con los profesionales. Si alguna vez me ponen en su punto de mira, ya no podré seguir haciendo esto, pensó Miyata.

 

Masakatsu Miyata nació en la prefectura de Kochi y se hizo bombero tras graduarse en la universidad en Yokohama. Conoció a Kenji Nomura, el médico clandestino, cuando tenía cincuenta y cuatro años.

Por aquel entonces, Miyata trabajaba en una estación de bomberos de Tsurumi, Yokohama, y compraba regularmente metanfetamina a un traficante local. Pero cuando se enteró de que la división de drogas y armas de fuego de la policía prefectural tenía su nombre en una lista para ser investigado, fue a Nomura, en Kawasaki, y pagó una transfusión de sangre completa para pasar un análisis de orina voluntario. Después de eso, empezó a comprar coca a Nomura.

Tras jubilarse anticipadamente del cuerpo de bomberos, Miyata se trasladó a Kawasaki y abrió un pequeño taller de reparación de coches porque le gustaba juguetear con los vehículos. Al principio, utilizaba sus conocimientos de coches para reparar y sustituir piezas, pero cuando se enteró de que exportando las piezas al sudeste asiático ganaba más dinero, cambió de rumbo. Con su nuevo éxito, se trasladó a un local más grande y se convirtió en propietario de un deshuesadero de automóviles.

A diferencia de su pequeño taller de reparación y carrocería, en este lugar tenía que contratar a más gente, pero era difícil encontrar buenos trabajadores. Todos los jóvenes que contrataba empezaban a resoplar después de no hacer más que rodar neumáticos de camión de un extremo a otro del taller. Sólo ver trabajar a aquellos enclenques le enfurecía, y se pasaba casi todos los días reprendiendo a sus empleados.

Su razonamiento para contratar a Tohru Igawa, recién salido de la cárcel por asesinato, era simple: su fuerza física. Igawa era mucho, mucho más fuerte que cualquier otra persona que pudiera encontrar. Era como coger una pieza de maquinaria pesada por poco dinero.

El funcionario de libertad condicional del Ministerio de Justicia afirmó que Igawa estaba totalmente reformado y listo para reincorporarse a la sociedad. Era tan orondo como un luchador de sumo y su sonrisa era pura y contagiosa.

Miyata había oído que la acusación de asesinato de Igawa se produjo tras una serie de graves abusos laborales por parte de su antiguo jefe. En cierto sentido, Igawa también era una víctima. Se esforzaba por dejar atrás un suceso que no podía borrar. Si no supiéramos por qué cumplió condena, pensaríamos que Igawa era un hombre apacible y fuerte.

 

Todos los días que Igawa iba a trabajar, llevaba un sombrero safari de Dickies. Tenía dos, uno caqui y otro verde.

―Es para ocultar una cicatriz de quemadura que me hice de niño ―decía, y nunca se quitaba el sombrero delante de los demás.

Igawa creció en el barrio de Naka, en Yokohama, donde sufrió a manos de su padre, beneficiario de la asistencia social. El Igawa mayor era un alcohólico que pegaba a su hijo y le apagaba cigarrillos en la cabeza. Lo hacía tan a menudo que el pequeño Igawa desarrolló calvicies permanentes que le daban un aspecto moteado.

Igawa conspiró para asesinar a su padre, pero no tuvo ocasión de poner en práctica su plan porque éste ingresó en un hospital psiquiátrico. Medio año después, el hombre murió de atrofia cerebral a causa del alcoholismo. La madre de Igawa, que se había vuelto a casar años antes, no acudió al funeral.

En opinión de Miyata, como Igawa no se dedicaba a la atención al cliente y se limitaba a trabajar en el taller todo el tiempo, no había ningún problema en que llevara sombrero constantemente.

Miyata le regaló una flamante gorra de béisbol del Yokohama DeNA BayStars, pero Igawa nunca llegó a ponérsela. La gorra seguía en la oficina.

 

Miyata llevó a Igawa, con uno de sus sombreros de safari, a la parte delantera de un coche que había levantado con el gato hidráulico. Le enseñó exactamente cómo utilizar las numerosas herramientas del trabajo durante la fase de preparación y cómo se empleaba la pala mecánica para desmontar un coche. Igawa no tenía licencia para trabajar con maquinaria pesada, pero podría sacársela después de aprender aquí.

Aunque su personalidad tenía algunas asperezas, Igawa aprendía rápido y no se tomaba descansos más largos de lo previsto. Lo mejor de todo es que Miyata le caía bien.

Miyata recordó a su padre en Kochi, que había tenido perros de pelea Tosa, y sintió esa sangre en sus venas. Tohru Igawa era un hombre en libertad condicional tras cometer un asesinato, dotado de una fuerza insondable. Y sólo yo puedo domarlo, como a un perro de pelea, pensó Miyata. Para Miyata, que era un soltero sin familia, Igawa era lo más parecido que había tenido a un hijo.

 

Cuatro meses después, Miyata estaba aterrorizado de Igawa, se arrepentía de haber contratado a aquel monstruo y maldecía al agente de la condicional que había mentido como un bellaco diciendo que Igawa estaba "totalmente reformado".

Los coches que entraban en el taller solían ser robados en Tokio o en las prefecturas de los alrededores. Estos robos no los hacían individuos, sino grupos que trabajaban en tándem. Algunos de ellos preferían hacer negocios de forma rápida y discreta con mensajes de texto o correos electrónicos, mientras que otros acudían a la oficina para merodear o acosar a Miyata como aspirantes a yakuza, intentando exprimir todo el valor que pudieran de sus bienes mal habidos.

Un día en concreto, el líder de un grupo dedicado al robo de vehículos ocupaba espacio en el despacho de arriba. Igawa le preguntó:

―¿Has visto el Chevy que conduzco?

Atrajo al ladrón de coches al garaje de la planta baja y luego lo golpeó con una llave inglesa hasta matarlo. Cuando el subordinado del hombre lo siguió, Igawa le atravesó el estómago con un tubo de metal que había sido afilado en un extremo con una esmeriladora.

Los dos ladrones de coches no volvieron tras abandonar la oficina, por lo que Miyata acabó sospechando. Cuando preguntó a Igawa qué había pasado, el hombre respondió inexpresivo:

―¿Ellos? Se fueron.

 

Miyata se enteró de la verdad a la mañana siguiente.

Cuando llegó a la tienda, encontró a Igawa en un rincón del patio con un bidón sobre el fuego. El hombre tenía una máscara antigás en la cara y un eje de transmisión en las manos, removiendo el líquido dentro del bidón. Llevaba su sombrero de safari como de costumbre y parecía como si estuviera preparando una gran comida para un grupo de acampada.

―¿Qué estás haciendo? ―preguntó Miyata.

―Revolviendo ―respondió Igawa―. Yo no me acercaría demasiado. Esto emite gases.

―Revolviendo... ¿qué?

―Hidróxido de sodio, agua hirviendo y restos humanos ―dijo Igawa―. Estoy fundiendo a esos tipos de ayer. Un par de ladrones de coches de poca monta que intentan hacerse los importantes. Sus ropas y zapatos están allí. Luego se los daré a los coleccionistas. Pueden vender ambos en el sudeste asiático.

Miyata se quedó sin habla. Se quedó mirando el líquido burbujeante del bidón.

Un cuervo graznó en lo alto. Igawa miró al cielo despejado, giró la cabeza a derecha e izquierda y soltó el eje de transmisión. Retrocedió unos pasos, se quitó la máscara antigás y encendió un cigarrillo.

―Lleva un rato hirviendo ―dijo―. Cuando lo haces así, sólo quedan los dientes. La última vez que lo hice, los aplasté en la prensa.

―¿La última vez...?

Igawa miró a Miyata y sonrió, luego exhaló humo.

―¿Vas a entregarme? Adelante. Pero puedo matarte antes de que me envíen de vuelta a la cárcel. Te mataré a ti, y luego a tus amigos, y sé dónde vives. Cuando decido hacerlo, lo hago. Nada personal, por supuesto. Sólo mato, eso es todo. Ah, por cierto, Jefe, olvidé agradecerte por la barbacoa del departamento de bomberos a la que me llevaste la semana pasada. Estuvo genial. También me gustó la cerveza artesanal.

Los nervios de acero para asesinar a dos personas y permanecer totalmente despreocupado por ello, la falta total de conciencia... Igawa no se había reformado lo más mínimo. Sólo representaba el papel de un hombre amistoso y gregario. Para Igawa, los demás no eran más que objetivos a los que dar caza a su antojo.

Había matado a gente aquí mismo, en la tienda, había fundido sus cuerpos en un barril con hidróxido de sodio y lo había confesado libremente a su jefe: todo aquello era una locura. Miyata estaba totalmente abrumado por la crueldad de Igawa. No podía delatarlo ni despedirlo. Estaba claro quién de los dos que estaban junto al bidón burbujeante era el que mandaba.

Miyata no podía sacarse de la cabeza las palabras de Igawa.

 

"Sólo estoy matando, eso es todo".

 

Tohru Igawa había sido camarógrafo de una productora cinematográfica de Yokohama. Los once años que transcurrieron entre que dejó ese trabajo y le contrataron en el deshuesadero de Kawasaki los pasó en la cárcel cumpliendo condena por asesinato.

Igawa abandonó la preparatoria para convertirse en contratista de la productora, donde empezó a aprender a filmar. La empresa hacía su negocio subcontratando para una emisora local, y gran parte de lo que hacían era montar material para programas informativos.

Cuando se tenía noticia de un accidente de tráfico o de un incendio, la empresa salía corriendo en lugar de los atareados operadores de cámara de la emisora para obtener imágenes del lugar. El trabajo del subcontratista consistía en conseguir las tomas, aunque para ello fuera necesario cometer infracciones de velocidad, utilizar escáneres o invadir propiedad privada. Mientras no te atraparan, todo valía.

Era una mentalidad compartida con los fotógrafos de los tabloides, pero todos los trabajadores de la empresa se consideraban stringers, en el sentido estadounidense. Los stringers eran camarógrafos independientes que vendían imágenes y vídeos de incidentes notables a los productores de noticias, la mayoría de los cuales trabajaban en equipo por la noche. Si negociaban la venta de un vídeo a una cadena y el trato no llegaba a buen puerto, se lo ofrecían a otra cadena de la competencia. La empresa de Igawa, sin embargo, tenía un acuerdo exclusivo con una cadena y renovaba su contrato cada seis meses.

Un stringer era un trabajador autónomo, pero la empresa de Igawa era subcontratista. Y en el mundo de la televisión, ser subcontratista significaba comer tanta mierda como los responsables quisieran que comieras. Si a tu imagen le faltaba fuerza, el director te reprendía, lanzándote ceniceros y latas de refresco a medio terminar. Si no producías lo suficiente para que la empresa justificara tu permanencia, te despedían sin pensárselo dos veces.

―Si están a punto de estallar, deja que te peguen. Entonces te conservarán ―era el lema en el trabajo de Igawa. Los empleados no eran más que una válvula de escape para el estrés del director. La única forma de sobrevivir era comprender la estructura de la pirámide del mundo del espectáculo.

 

Bajo el ala del jefe de camarógrafos, que tenía el grandioso título de "Estratega de vídeo", Igawa arrastró una cámara de vídeo por toda la prefectura de Kanagawa.

En realidad, casi no le interesaban los programas de televisión ni el negocio de las telecomunicaciones, pero le gustaba ver las secuelas de los accidentes de tráfico. Cuanto más espectaculares y truculentos, mejor. Un coche enrollado alrededor de un poste telefónico hasta el punto de ser apenas reconocible, el sonido de las sirenas de las ambulancias, los equipos de rescate cortando la carrocería para sacar a los pasajeros gravemente heridos, llevándolos en camilla hacia el vehículo de emergencia, todo ello con una visión desde primera fila, pisando trozos de parabrisas destrozado esparcidos por el asfalto... a Igawa le encantaba todo.

Cuando vio el cadáver de una anciana atropellada por un camión que giraba a la izquierda, Igawa sintió un nudo en el estómago. Compró un bollo en la tienda y volvió al lugar de los hechos para comer mientras observaba. A partir de ese momento, se convirtió en su costumbre comer algo en el lugar de cada accidente que visitaba.

Resultó que grabar de cerca y en persona con una cámara profesional de alta calidad en lugar de con las cámaras normales de un smartphone, sobre todo cuando se llevaba una acreditación de prensa, era el trabajo perfecto para Igawa.

Siempre tenía una sonrisa en la cara cuando grababa la escena de un accidente con una cámara de la empresa. Tenía el ojo derecho siempre cerrado y el izquierdo pegado al objetivo. Fingir que estaba entrecerrando los ojos y concentrado le ayudaba a disimular que tenía una enorme sonrisa en la cara.

Cuando las imágenes de la empresa aparecían en las noticias, se utilizaban mosaicos para difuminar la sangre, la agonía de los heridos y los rostros de los muertos. Pero no había nada como la emoción de ver todas esas cosas a través de la propia lente de Igawa en persona. Y le pagaban por ello. No había días libres programados ni pago de horas extras, y prácticamente todos los nuevos contratados renunciaban al poco de empezar, pero a él no le parecía tan mal.

A Igawa no le molestaba que los empleados veteranos lo regañaran, y cuando el director de la emisora intentaba abofetearlo, no sentía más que lástima por la total ineficacia del golpe.

Sin embargo, había una persona, sólo una, a la que no soportaba.

El jefe de camarógrafos de la empresa siempre regañaba a Igawa por comer pan o bolas de arroz en las escenas de accidentes.

―¡Deja de comer! ―le gritaba. Incluso intentó arrebatarle un trozo de pan una o dos veces.

Para Igawa, eso era maltrato laboral. Aquel hombre intentaba quitarle su derecho a comer.

 

Debería callarse la boca.

 

El 22 de mayo de 2006, Igawa cumplía veinte años.

A las diez de la noche, en la carretera de Tsunashima, cerca del río Tsurumi, un gran camión colisionó con un vehículo de pasajeros. Igawa interceptó la llamada de los bomberos en el escáner del edificio de la empresa y salió con el jefe de camarógrafos para grabar un vídeo.

Igawa condujo el todoterreno de la empresa, un Mitsubishi Outlander, por encima del límite de velocidad, tocando el claxon y realizando varias maniobras peligrosas de camino al lugar del accidente. En el asiento del copiloto, el jefe de camarógrafos criticó su conducción temeraria, y ambos se enzarzaron en una discusión.

Al final, Igawa soltó un gran suspiro.

 

Hoy tengo hambre. Estoy de mal humor.

 

Encendió las luces de emergencia y arrimó el Outlander a la cuneta de la autopista, sin molestarse en apagar el motor.

Igawa se quitó el sombrero safari caqui y lo colocó sobre el salpicadero, dejando al descubierto su cuero cabelludo dañado. Luego se desabrochó el cinturón de seguridad y colocó despreocupadamente la mano izquierda sobre el cuello del jefe de camarógrafos, como si fuera a pasarle el brazo por el hombro para tomar una foto. Con la otra mano apretó rápidamente el botón del cinturón de seguridad del pasajero, luego tensó el brazo izquierdo y estampó la cara del hombre contra la guantera del lado del pasajero.

Sonó como si un trozo de hormigón se desprendiera de un edificio. El impacto sacudió el coche y se activó la bolsa de aire del pasajero.

Igawa se rió a carcajadas. El rostro del jefe de camarógrafos quedó enterrado en la bolsa de aire. No se movió.

Con el desarmador plano para ajustar el trípode de la cámara, Igawa arrancó la bolsa de aire inflada, tiró del camarógrafo hacia atrás hasta colocarlo en posición vertical y volvió a colocar el cinturón en su sitio. A continuación, se dirigió al lugar del accidente de tráfico en la autopista de Tsunashima, se bajó del coche con su cámara y su acreditación de prensa, y filmó como siempre hacía.

Tenía hambre. De vuelta a la oficina, paró en una tienda y utilizó el dinero de la cartera del camarógrafo muerto para comprar cuatro bollos yakisoba, dos almuerzos de pollo katsu bento y tres bebidas energéticas Monster.

Igawa regresó a la oficina, totalmente tranquilo, y se puso a editar las imágenes del accidente. Otro empleado que estaba grabando otro accidente volvió pasadas las tres y vio al jefe de camarógrafos durmiendo en el Outlander del estacionamiento. La forma de su cara parecía extraña. El empleado se preguntó si las luces estaban jugando con las sombras. No era así.

De repente, se oyó mucho más ruido en mitad de la noche. Un empleado irrumpió en la sala de montaje.

―Te llevaste al Outrider, ¿verdad? ―preguntó a Igawa, con voz temblorosa―. ¿Qué demonios es eso del estacionamiento?

Igawa acababa de entregar su edición terminada a un mensajero en bicicleta. Se rió y contestó:

―¿Lo viste? Es exactamente lo que parece: un accidente de tráfico.

 

Una fractura de cráneo abierta y deprimida, laceraciones cerebrales, dislocación y fractura de la columna cervical y una puerta de la guantera tan deformada por el impacto que ya no podía abrirse.

El examinador determinó que el jefe de camarógrafos había muerto en el acto. La Policía de Kanagawa no tenía constancia de que una persona hubiera golpeado la cabeza de otra con tanta fuerza contra una guantera que resultara inmediatamente mortal y desplegara la bolsa de aire.

 

Cuando Tohru Igawa fue condenado y encarcelado, la sociedad ya se había olvidado de él. Había matado a golpes a su superior en el trabajo, pero la historia no tenía nada más escabroso que eso.

Otros hechos del caso -el uso de la increíble fuerza de su brazo para aplastar la cabeza de su víctima contra una guantera y activar la bolsa de aire, y que procedió a conducir hasta el lugar de un accidente para tomar imágenes con el cuerpo de la víctima sentado en el coche- fueron silenciados por el personal ejecutivo de la cadena de televisión. El día que Igawa cometió el asesinato, las imágenes que tomó del accidente de tráfico se emitieron en las noticias, un hecho condenatorio que la cadena quería evitar que se hiciera público.

El hecho de que Igawa siguiera conduciendo para hacer su trabajo con el cadáver en el coche después del asesinato fue juzgado con dureza, lo que contribuyó a una condena de diecinueve años. Sin embargo, una vez en el sistema, Igawa fue un preso modelo. Hizo declaraciones cuidadosamente elaboradas sobre sus arrepentimientos, llevó un diario, obtuvo altas calificaciones con los guardias de la prisión, y el 31 de mayo de 2017, once años después de su condena, fue puesto en libertad condicional.

Una vez integrado en la sociedad, Igawa estaba encantado con su nuevo lugar de trabajo, con vistas a un montón de piezas de automóvil desguazadas. Aprendió a usar la pala mecánica para desmontar coches y estudió proactivamente para el examen que le permitiría obtener la licencia de operador de maquinaria pesada.

 

El peruano que se hace llamar El Cocinero llegó al deshuesadero en el invierno de 2018.

Lo acompañaba un japonés apodado Laba-Laba, que sonaba a broma. El hombre hacía de intérprete para el peruano, que solo hablaba español.

Al principio, Igawa pensó que habían venido a cobrar algún tipo de retribución.

Muchos peruanos trabajaban en Kawasaki, pero no recordaba haber aplastado a ninguno en una pelea.

El Cocinero ocultaba la mayor parte de su rostro tras un pañuelo negro. Sólo se le veían los ojos. Igawa pensó que era una especie de bufón.

Extendió un brazo construido como un tronco para arrancar el pañuelo de la cara del peruano. El hombre se quedó inmóvil, mirando fijamente a Igawa. Algo le parecía raro, inquietante. Al final, decidió no agarrar el pañuelo.

Igawa frunció el ceño. Nunca había experimentado una mirada o una actitud como aquella. Hubo algunos prisioneros extranjeros en la cárcel, pero ninguno tenía la misma intensidad que este hombre.

―Me gustan tus antecedentes ―dijo Laba-Laba, traduciendo para El Cocinero―. ¿La parte de la bolsa de aire? Clásico.

Igawa charló con estos extraños invitados y les enseñó el garaje, intentando hacerse una idea de lo que querían. Ahora había allí un Chevrolet Chevelle SS de 1977. Le gustaba el garaje por muchas razones: Era un lugar ideal para la violencia, para relajarse y para concentrarse en el trabajo.

Los tres examinaron el coche antiguo cuidadosamente tuneado.

―Bonito coche ―dijo Laba-Laba para El Cocinero.

El peruano conocía sus coches americanos. Hablaron de automóviles durante unos minutos más y, cuando aquello hubo terminado, llegó la hora de los negocios.

Para su sorpresa, la petición de trabajo era cuidar de un cachorro. Cuando Laba-Laba tradujo la frase al japonés, Igawa pensó que se trataba de algún nuevo eufemismo o palabra clave para un acto delictivo del que aún no había oído hablar. Pero se equivocaba.

Literalmente, querían que cuidara de un cachorro.

Inicialmente asombrado, Igawa echó la cabeza hacia atrás y se rió hasta que se le saltaron las lágrimas. Nadie más se reía.

―¿Quién te envía? ―preguntó Igawa―. ¿Por qué crees que cuidaría de un perro?

―No es un perro cualquiera. Es uno peligroso ―respondió Laba-Laba.

―¿Un pit bull?

―Un pitbull no puede con esta cosa.

―¿Es más grande? Eso me recuerda que el jefe dijo que su padre tenía perros de pelea de Tosa.

―Cuando éste crezca, será aún más fuerte que ellos. Es el mejor perro de caza del mundo. Puede incluso matar a un puma.

―Lo que tú digas. Es mejor que le preguntes al jefe, no a mí. Nunca he tenido un perro.

―Vas a cuidar de él. Serás su jefe, Chatarra.

―¿Qué es Chatarra?

―Eres tú. Te vamos a llamar La Chatarra.

―Sí, pero ¿qué es eso? ¿Qué es esto? ¿Quién carajos son ustedes? ¿Es una broma?

―Te estamos contratando para un trabajo. Eso es lo que te hemos estado diciendo, Chatarra. Vas a ponerle un nombre al cachorro y a darle de comer. Te pagaremos. Más algo de dinero por adelantado.

―¿Eso es todo lo que quieren?

―Eso es todo.

El animal era un Dogo Argentino, algo de lo que Igawa no había oído hablar hasta hoy. Un gran perro blanco saltó del Jeep Wrangler que Laba-Laba y El Cocinero habían llevado hasta aquí. Igawa esperó que un cachorro bajara tras él, pero no había ningún otro perro. Ese era el cachorro.

Igawa no tenía que disciplinar al perro como un adiestrador; su única responsabilidad era alimentarlo con carne y ayudarle a crecer. Y por eso, el peruano le pagaría un buen dinero.

El cachorro de Dogo Argentino ya era anormalmente poderoso. Igawa le puso un collar de cuero alrededor del cuello, enterró un árbol de transmisión en la tierra y le ató la correa.

Eso fue sólo el principio de un trabajo muy extraño. Paseaba al perro por la tienda por la mañana y por la noche y le echaba trozos de carne con hueso.

El cachorro no tardó en encariñarse con Chatarra.

Tras un mes de cuidados, el perro pesaba ya más de veinticinco kilos. Su musculatura ondulada delataba su naturaleza de animal de caza, y Chatarra tuvo que cambiar la correa de nylon por una de cadena.

El Cocinero le dijo que le pusiera nombre al perro, así que Chatarra lo llamó "Lanevo". Era un apodo común entre los aficionados a los coches para el Mitsubishi Lancer Evolution, que él había conducido años atrás.

A Chatarra le gustaba oír el sonido de Lanevo al crujir el hueso de la carne que le daba de comer. Le habría encantado alimentar al perro con una vaca viva si hubiera podido. Verlo luchar contra los feroces pumas que merodeaban por los bosques argentinos habría sido magnífico.

Lanevo comprendía muy bien que Chatarra era el jefe. Como todo buen perro de caza, tenía dos caras muy distintas: era abiertamente hostil con cualquiera que no conociera, pero nunca enseñaba los colmillos a su regordete amo del sombrero de safari.

Si alguno de los otros empleados, bosozoku o matones callejeros intentaba sujetar la correa, el feroz Dogo Argentino los arrastraba entre el polvo. Cuando el perro conseguía echárseles encima, gritaban de terror. Si la bestia no hubiera llevado un bozal de cuero, los habría matado a mordiscos. Cuando los hombres se lamentaban y gritaban pidiendo ayuda, Chatarra se limitaba a aplaudir y reírse.

 

Un mes más tarde, El Cocinero volvió por fin al deshuesadero con Laba-Laba. Llevaba una bolsa de papel en una mano.

Hizo sus órdenes muy sencillas.

 

―Dispara a ese perro.

 

Chatarra no hablaba una palabra de español, pero tenía una vaga idea de lo que le habían dicho.

El Cocinero le entregó la bolsa de papel. Dentro había una pistola. No era una falsificación hecha en Filipinas, sino una auténtica Walther Q4 alemana con un silenciador acoplado a la boca del cañón y una luz táctica SureFire en el riel inferior.

 

―Cuando esté hecho, ven a hablar conmigo. Estaré en la oficina.

 

Laba-Laba tradujo el mensaje de El Cocinero y dejó a Chatarra preguntándose si se trataba de algún tipo de prueba. ¿Estaban viendo lo frío y cruel que podía ser, pidiéndole que matara al perro que había estado criando? Los cabrones me están poniendo a prueba. No me extraña que la paga fuera tan buena.

Chatarra tuvo un arma en la mano por primera vez en su vida. No le gustaba que lo hubieran puesto a prueba, pero se dio cuenta de que, extrañamente, no estaba tan enfadado con el peruano. El Cocinero era un alma gemela. Era callado y decía sólo lo necesario. No era como los parlanchines antisociales de Japón que Chatarra tanto odiaba. Y más allá de esta prueba, Chatarra podía oler mucho más dinero y sangre.

No sabía qué tipo de prueba era, pero algo grande le esperaba.

Chatarra se quedó mirando a Lanevo, encadenado al poste a diez metros de distancia.

 

La profesión de sicario nació en los barrios bajos de Colombia.

A unos cuatrocientos kilómetros al noroeste de Bogotá, en la Comuna 13 de la ciudad de Medellín, casi la mitad de la población luchaba contra una pobreza devastadora. Allí, unos veinteañeros reclutaron a un grupo de adolescentes para crear su propia banda, que fue el principio de los asesinos a sueldo "sicarios". Algunos de los miembros tenían sólo ocho años.

Nacidos en un destino desesperado y sin mejores opciones, la forma en que se trataban unos a otros era un reflejo de la crueldad que les rodeaba. La amistad y la simpatía eran debilidades. La suavidad era un lastre en la lucha por la supervivencia.

Los que deseaban unirse al grupo tenían que superar una prueba establecida por el líder para demostrar que valían. Una parte de la prueba era especialmente notable.

 

―Aplasta un pajarito que hayas criado tú solo o mata a tu amigo de un tiro.

 

Con el tiempo, los adultos se dieron cuenta de la presencia de estos "niños villanos" en los barrios marginales de la Comuna 13. Eran perfectos para hacer trabajos sucios de forma barata, y lo hacían mucho mejor que la mayoría de los adultos que pretendían ser duros.

El legendario capo de la droga Pablo Escobar dirigió el Cártel de Medellín para hacerse con el control del submundo criminal, amasando una fortuna lo bastante grande como para que tuviera implicaciones en el mundo financiero, y aprovechó al máximo el poder maldito de los jóvenes de la Comuna 13.

Aquellos del grupo que se mostraban más despiadados e inteligentes eran elegidos para matar a los enemigos del Cártel de Medellín. Tras aplastar a sus pájaros mascota o matar a tiros a sus amigos, los chicos poseían una crueldad sin parangón, demostrando ser mucho mejores sicarios que los adultos en la misma situación, que se dejaban llevar por el pánico y disparaban a mansalva cuando se derrumbaban bajo presión.

A medida que la guerra de la droga se arremolinaba en torno a su capo, los chicos se adentraban en lugares más profundos y oscuros. Los pocos que sobrevivieron se hicieron adultos y asumieron nuevos trabajos para el cártel. Con el tiempo, ya no eran sólo chicos de los barrios bajos, sino antiguos miembros de las fuerzas especiales de países como México y Guatemala los que se unieron a los sicarios.

El sistema de sicarios a las órdenes del cártel se extendió más allá de Medellín, más allá de Colombia. Pronto hubo sicarios en México, al norte, y en Brasil y Argentina, al sur.

La demanda de sicarios nunca desapareció. Mientras los narcos tuvieran cocaína que transportar, necesitarían agentes asesinos con los que poder contar para llevar la muerte y la desesperación a sus enemigos.



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