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Bueno, después de 7 años terminamos Gamers!, hace poco también terminamos Sevens. Con esto nos quedamos solo con Monogatari Series como seri...

Tezcatlipoca - Capítulo 44

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Koshimo cortó dos tipos de madera dura en la tienda.

Tenía un trozo de palisandro de 76 por 19 centímetros y otro de cocobolo de 90 por 20 centímetros, ambos de dos centímetros de grosor.

Los alineó en el suelo, sopló el aserrín y echó un vistazo al diagrama de la mesa de trabajo. Koshimo había dibujado un diagrama a escala real del arma que estaba a punto de fabricar.

El macuahuitl era el arma de un guerrero azteca. Ma significa mano y cuahuitl, madera. Debía blandirse como un machete para acuchillar a un objetivo, pero después de escuchar la descripción de Valmiro, la forma que Koshimo dibujó se parecía menos a un machete y más a los remos de canoa que habían quedado fuera del taller.

Pablo observaba el trabajo de Koshimo, con expresión sombría. Para él, el diseño de su aprendiz era idéntico a un bate de cricket, hasta el punto de preguntarse si era eso lo que el joven estaba haciendo en realidad. Sin embargo, el material no era el adecuado para ello. El palisandro y el cocobolo que Koshimo había seleccionado eran mucho, mucho más duros que las maderas adecuadas para un bate de críquet, como el sauce de Cachemira y el sauce inglés.

No impidió que su aprendiz emprendiera el extraño proyecto, pues carecía del derecho.
El Patíbulo era la mascota favorita de El Cocinero, y ahora uno de los hombres más temibles del depósito de automóviles. Koshimo estaba fabricando con entusiasmo una herramienta para asesinar, probablemente algo de naturaleza azteca. Cada vez que El Cocinero lo convocaba, Koshimo regresaba con la cabeza llena de pesadillas de aquel antiguo reino.

Koshimo cortó las tablas siguiendo las líneas marcadas, y el contorno del macuahuitl fue tomando forma. La tabla de palisandro medía cincuenta y siete centímetros de largo, y los diecinueve centímetros restantes se cortaron en una forma más estrecha para el mango. El cocobolo medía ahora sesenta y siete punto cinco centímetros con un mango de veintidós punto cinco centímetros.

Una vez que hubo pulido cuidadosamente la madera, Koshimo talló los veinte símbolos de las trecenas en el centro de las tablas, dispuestos en cuatro filas.

Cocodrilo Viento Casa Lagarto Serpiente

Muerte Ciervo Conejo Agua Perro

Mono Hierba Caña Jaguar Águila

Buitre Movimiento Cuchillo Lluvia Flor

Sólo el más poderoso de los guerreros de Tezcatlipoca tenía derecho a llevar un macuahuitl tallado con todos los símbolos a la vez.

Cuando terminó su tallado, que a estas alturas era tan hábil como el de Pablo, si no mayor, Koshimo utilizó una sierra de calar para trabajar finas ranuras en los lados de dos centímetros y medio de las tablas. Sopló el aserrín y comprobó la profundidad de los cortes.

Luego empezó con las hojas de obsidiana.

Debido a su pericia con los cuchillos de piedra, Pablo había enseñado a Koshimo la técnica del craquelado. Para hacer una hoja fina de roca volcánica 
natural y vidriosa como la obsidiana, no se podían utilizar herramientas de pulido como con los espejos u ornamentos. Había que preparar un gran trozo de obsidiana que sería el núcleo, identificar las líneas naturales del material y golpearlo con una cuña a lo largo de la veta. Los aztecas utilizaban astas y herramientas de cobre para hacerlo, pero Koshimo empleaba el acero tal y como le había enseñado Pablo. La cuña abría una grieta en el núcleo de obsidiana y desprendía pequeños fragmentos de los bordes. Esos trozos más pequeños de cristal negro se convertirían en cuchillas que podrían cortar tejidos humanos y animales, y ayudar a pelar pieles. Koshimo rompió el núcleo una y otra vez. La obsidiana se había extraído en Onbasejima, una de las islas Izu.

Koshimo fijó cinco hojas de obsidiana, cada una de diez centímetros de largo, en las ranuras a ambos lados de los bordes de la tabla de palisandro. Ocho de las mismas se pegaron a la tabla de cocobolo. Utilizó el adhesivo natural
chicle, material favorito de los aztecas, junto con resina de pino para fijar firmemente el vidrio volcánico en las ranuras. Masticó el chicle sobrante. Procedía de la goma hervida que se encuentra en las resinas de los árboles de zapote, y se conocía principalmente en los tiempos modernos como ingrediente de la goma de mascar.

Una vez aplicada la última capa de barniz, Pablo examinó las armas indígenas que Koshimo había pasado cuatro días creando. No sintió más que miedo. No eran cuchillos ni hachas. ¿Qué iba a hacer el chico con ellas? Pablo no quería saber la respuesta, así que no preguntó.

Para Pablo, la mera existencia de Koshimo era tan pura, solitaria y lamentable. Pero, por encima de todo, saber que no haría otra cosa que ver cómo Koshimo se deslizaba hacia una vida de pecado y crimen le llenaba de un desdichado odio hacia sí mismo.

A Pablo se le llenaron los ojos de lágrimas al examinar de nuevo las armas. La madera era lo bastante dura como para partir el cráneo de un hombre, y ahora estaba forrada de hojas de cristal negro como dientes de cabra. La simple belleza de los misteriosos símbolos que Koshimo había tallado en el lateral de las tablas confería a las armas un aspecto indescriptiblemente perverso.

El Mamut condujo a Koshimo al depósito de automóviles en la Tundra. Allí, el chico sacó de su bolsa las dos modernas recreaciones del macuahuitl. Los otros hombres estaban realizando el mantenimiento de las barracudas, y cuando vieron las extrañas armas, sonrieron. No por burla, sino por respeto a la locura de Koshimo.

―Esto es brillante ―dijo
Chatarra, examinando la hilera de cuchillas negras que se alineaban a los lados de las tablas.

―Si alguien te ataca con una de éstas, parecerá una película de terror ―comentó
El Mamut―. ¿Cómo se llaman?

―Macuahuitl ―respondió Koshimo―. El de palo de rosa es para Padre, así que usaré el de cocobolo.

―¿Vas a usar esto...? ―dijo
El Casco con incredulidad. El ex bosozoku levantó la de cocobolo, que pesaba más de lo que imaginaba―. ¿De verdad vas a golpear a alguien con esto? Es una locura. He visto bastantes peleas con bates de aluminio, ¿pero esto...?

―Si quieres uno, puedo hacértelo ―dijo Koshimo.

El Casco sacudió la cabeza sin decir palabra, todavía con el macuahuitl en la mano. Los bordes de obsidiana brillaban bajo las luces del garaje.

El Loco apareció al ponerse el sol, recuperó todos los iPhones que estaban usando y les dio quemadores con números nuevos, registrados con nombres falsos.

―Tienen que instalar Hidelamb en ellos ―les dijo
El Loco.

Sus nuevos teléfonos eran de fabricación china y tenían un sistema operativo basado en Android. Hicieron lo que les dijo e instalaron la aplicación. Hidelamb 2.0 era una aplicación desarrollada en Indonesia para la comunicación cifrada, muy apreciada entre el hampa asiática por su seguridad. El servidor estaba en Yakarta; la policía japonesa no podía rastrear ni analizar los datos.

―Esperen aquí; pronto recibirán un mensaje ―dijo El Loco, dándose la vuelta para marcharse con sus iPhones.

Chatarra bostezó y lo detuvo.

―Me voy a dormir mientras espero. ¿No puedes dejarnos unas bolsitas?
El Loco se le quedó mirando un momento. En voz baja, contestó:

―¿Crees que voy por ahí con droga en el bolsillo? Si quieres un poco, tienes que venir al coche.

―Es broma ―se rio
Chatarra―. Mientras tengamos un trabajo que hacer, no necesito coca. La adrenalina natural me despertará enseguida.



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