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Bueno, después de 7 años terminamos Gamers!, hace poco también terminamos Sevens. Con esto nos quedamos solo con Monogatari Series como seri...

Tezcatlipoca 52 (Final)

 ÖMPÖHUALLI-HUAN-MAHTLACTLI-HUAN-ÖME


Desde la caída de Los Casasola, Michitsugu Suenaga había pasado más tiempo con Valmiro Casasola que con cualquier otra persona.

El día que se conocieron en el kaki lima de Mangga Besar Road, en Yakarta, Valmiro no era más que el propietario de un carrito de cobra satay, y Suenaga no era más que un coordinador de bajo nivel de contrabando de órganos.

Habían pasado cinco años y dos meses desde entonces.

Narco y médico: el negocio del choclo no habría cuajado sin ambos. Inventaron una nueva forma de comercio de órganos y se convirtieron en traficantes de corazón, una nueva forma de capitalismo de sangre. Pero los dos nunca habían compartido realmente el mismo objetivo en ningún momento de su asociación.


El verdadero deseo de Gonzalo García y Raúl Alzamora-Valmiro, oculto tras sus múltiples alias, era reunir fondos y músculo para regresar a México, destruir el cártel de los Dogos y recuperar su
plaza.

Suenaga planeaba estacionarse en el Dunia Biru con el tiempo. No quería extraer corazones en el sótano de Saiganji, sino trabajar en las instalaciones de última generación ocultas en el megacrucero, dirigiendo a un personal indonesio en los trasplantes de corazón. No quería ser sólo un médico del mercado negro. Su objetivo era ser el cirujano principal que controlara todo el negocio del choclo.

Pero eso significaría vivir en el barco, y una vez que dejara atrás la tierra, sabía que
El Cocinero reescribiría el sistema en Tokio y Kawasaki para adaptarlo a sus propias necesidades. Eso era un problema.

El negocio del choclo estaba en marcha, y el tiempo de
El Cocinero como pieza crucial había llegado a su fin.

El autodenominado peruano con una obsesión religiosa por los corazones siempre había sido una presencia extraña. Un negocio localizado en Japón necesitaba lógica y racionalidad acordes con la forma moderna de capitalismo de sangre, no armas exageradas, una banda de asesinos de culto y un concepto de familia del crimen latinoamericano. Cada vez que Suenaga oía a los sicarios del hombre cantar «Somos familia», se le revolvía el estómago.

Sin embargo, la principal razón por la que Suenaga renunció a
El Cocinero fue el trato que daba a los Zebubs. Para demostrar su fuerza al Senga-gumi, El Cocinero soltó a sus sicarios contra el líder de los Zebubs, Tham Hoa. Fue un error de cálculo evidente. Los Zebubs, de hecho, eran la coalición más inteligente cuando se trataba de la forma moderna de capitalismo de sangre. Una alianza con ellos era mejor que destruirlos. Los Zebubs eran un grupo mucho más racional que los sanguinarios matones del astillero de automóviles y más adecuado para el negocio del choclo.

A
El Cocinero no le importaba tanto ampliar el negocio como crear una fuerza paramilitar. Se gastaba enormes sumas de dinero en armas y munición y estaba estudiando la posibilidad de comprar un submarino ruso y misiles. El hombre estaba claramente loco.

Dejar a alguien así en tierra mientras Suenaga se marchaba a ser médico cardiovascular en el Dunia Biru acabaría de forma previsible.
El Cocinero se haría cargo del negocio.

Suenaga contrató en secreto a un hacker japonés de dieciséis años y a otro vietnamita de diecisiete, ambos subordinados del difunto Tham Hoa. Suenaga convenció a los dos chicos, que estaban aterrorizados ante la posibilidad de ser ejecutados, para que husmearan en los planes de
El Cocinero.

Los dos hackers volvieron con un informe sombrío:

El Cocinero va a enviar a sus sicarios a tu refugio, y justo después de que termines la extracción del corazón, te van a matar en el quirófano, donde no hay escapatoria.

Era tal y como había esperado. El extraño hombre al que había que eliminar iba a ser eliminado él primero. Suenaga sabía que pedir ayuda a Xin Nan Long y a Guntur Islami no le valdría una pronta ayuda. En todo caso, las dos organizaciones consideraban a El Cocinero más afín a su pensamiento, y preferirían servirse de él antes que de Suenaga.

El médico tendría que trascender a ambos grupos. No podía quedarse sentado con el pulgar metido en el culo, esperando a que le dieran una paliza. Si
El Cocinero pretendía enviar a sus sicarios a hacer el trabajo, Suenaga tendría que aprovecharse de saberlo. En cierto sentido, era la oportunidad perfecta para darle al negocio una muy necesaria recalibración.

Una vez que hubiera eliminado todos los elementos impuros, extraería el corazón del siguiente niño, y luego haría que uno de los empleados lo llevara al puerto de Kawasaki. Nextli era suficiente para la protección personal.

Para cuando Suenaga realizara la extracción, su compañero de cirugía, Nomura, ya estaría muerto. Tendría que completar el procedimiento él solo. El sentido común decía que una extracción por un solo hombre era prohibitivamente difícil. Y quizá fuera cierto, para un hombre común.

Suenaga pensó en el reto sin precedentes al que se enfrentaba y esbozó una sonrisa.

En eso consiste ser cirujano cardiovascular.

Pasadas las nueve de la noche del jueves 26 de agosto, unos pasos llenaron el pasillo del refugio mientras los niños dormían en sus habitaciones.

Todos los hombres llevaban bolsas de golf que contenían barracudas, escopetas Remington M870 con silenciadores Salvo 12. La de
Chatarra era la única que tenía un cartucho del calibre 12 para cazar ciervos, en lugar de perdigones. Así se evitaban daños innecesarios en el quirófano, ya que los perdigones tenían una gran dispersión. Los otros tres llevaban los habituales perdigones de doble cañón.

Además de las barracudas, llevaban armas cortas.
Chatarra tenía una Walther Q4 como la de Valmiro, El Mamut una Glock 17 y El Casco llevaba una MP-443 rusa. Koshimo no llevaba pistola; metió su macuahuitl azteca de un metro en la bolsa del caddie con su barracuda.

Valmiro les había ordenado ir completamente armados. Se suponía que protegían el choclo y tenían que estar preparados para cualquier problema. Suenaga sospecharía si se presentaban con las manos vacías.

La pared gris se abrió cuando las puertas automáticas se desbloquearon, revelando una sala de operaciones muy iluminada y lo bastante espaciosa como para caber perfectamente en cualquier hospital universitario. Suenaga estaba de pie, con una mascarilla quirúrgica, esperando a los cuatro hombres con sus bolsas. Llevaba un gorro azul y una bata quirúrgica.

―Lo estoy esperando con impaciencia ―comentó
Chatarra―. Siempre he querido ver a un profesional hacer una extracción de corazón.

―Ya lo repasé con
El Cocinero ―dijo alegremente Suenaga cuando los hombres entraron en el quirófano por primera vez―. Le dije que sólo querías ver sangre.

Los cuatro observadores llevaban mascarillas quirúrgicas -atadas, no con orejeras-. Se taparon la nariz y la boca y anudaron los cordones detrás de la cabeza y el cuello.

Chatarra les siguió el juego y se hizo el emocionado, pero lanzó una rápida mirada a El Loco, que ya estaba en la habitación. El otro médico era consciente de lo que iba a ocurrir, pero ignoró a Chatarra y depositó en silencio las herramientas de extracción en el carro.

El Mamut y El Casco intercambiaban palabras con Suenaga con toda naturalidad, pero Koshimo permanecía en silencio.

La puerta automática que tenían detrás estaba bien cerrada. Casi no hacía ruido. Una vez cerrada, el sensor personal del exterior se apagó, impidiendo que 
reaccionara ante cualquier presencia humana en la zona del sensor. En un hospital de verdad, en ese momento se encendería un cartel rojo sobre la puerta que diría OPERACIÓN EN CURSO.

Toxcatl, dijo Koshimo. El sacrificio de Dios.

Se sentía a la deriva en un sueño. La desagradable sensación de aquella larga visión aún se arrastraba por su cuerpo como pequeñas lagartijas.

El sueño en el que había gritado: «¡
Padre, eres un mentiroso!». Ese sueño me observa atentamente ahora.

Encima de la mesa de operaciones había un niño con un respirador recargable sueco. Le estaban administrando anestesia.

Koshimo estudió el perfil del chico bajo las luces quirúrgicas.

―Junta.

Susurró el nombre del niño. Junta ya estaba dormido; un descanso como la muerte. Koshimo sintió un picor en las sienes que fue empeorando rápidamente hasta que le asaltó un dolor de cabeza más fuerte que cualquier cosa que hubiera sentido antes. Era como si le hubieran hecho un agujero en el cráneo. Se sintió mareado, le zumbaron los oídos, la bilis le subió a la garganta, el corazón le martilleó, se le cortó la respiración y se le oscureció la vista. Koshimo tropezó de costado contra la pared. Fue entonces cuando vio a los demás miembros de la familia tendidos en el suelo del quirófano blanco. ¿Qué estaba ocurriendo? Chatarra había caído, El Mamut también y El Casco convulsionaba. El Loco se desplomó junto a la pared, arañándose la garganta, y pateó la bandeja. Los instrumentos de acero inoxidable y las jeringuillas llenas de líquido cayeron al suelo.

Sólo Suenaga se mantenía en pie.

Se había quitado la mascarilla quirúrgica para revelar que ahora llevaba una gruesa máscara translúcida. En su estupor, Koshimo pensó que les habían lanzado gas venenoso. No sabía lo que era la anoxia. Nunca se le habría ocurrido que Suenaga había despresurizado rápidamente el quirófano sellado y reducido su tensión de oxígeno.

Suenaga respiraba a través de una máscara de oxígeno conectada a una pequeña bombona de gas. Miró tranquilamente a Nomura, que había pasado de la dificultad respiratoria a la agonía de la cianosis, y echó un vistazo al número del monitor de oxígeno. Basándose en la tensión de los gases en sangre, Suenaga calculó que la saturación de oxígeno (SpO2) de los demás hombres había descendido por debajo de la marca de peligro del 90% hasta un 60%. Los únicos seguros eran Suenaga y el inconsciente Junta, que llevaba el respirador recargable mientras estaba bajo anestesia general.

Si Laba-Laba estaba esparciendo gas venenoso en la habitación, entonces Koshimo necesitaba abrir la puerta. Quería volarla con la barracuda. Con dedos torpes, intentó abrir la cremallera de la bolsa, agarrando débilmente la pequeña asa metálica.

Suenaga se dio cuenta de que
El Patíbulo seguía moviéndose, y cogió frenéticamente un bisturí alemán afilado. Cortaría la arteria carótida y se aseguraría de que el gigante estuviera muerto. Pero en cuanto dio el primer paso, algo le agarró el pie izquierdo.

Era
Chatarra, que se había arrastrado por el suelo para agarrarle el tobillo. Suenaga volvió a mirar el monitor de oxígeno. La tensión del gas era aún más baja ahora. El Mamut, El Casco y El Loco se habían desmayado y estaban cayendo de cabeza al abismo de la muerte.

Suenaga sacudió la cabeza con fastidio. ¿Cómo era posible que dos hombres siguieran moviéndose en un entorno con tan poco oxígeno? Eran más resistentes que los animales utilizados para los ensayos clínicos.

Cortó el tendón de la muñeca derecha de
Chatarra con el bisturí, pero en cuanto su pie izquierdo se liberó del agarre del hombre, sintió un dolor ardiente en el derecho. Le habían disparado en la rodilla con una pistola.

Suenaga gritó de dolor y cayó al suelo.

―¡Maldito monstruo! ―escupió, revolcándose de dolor como si fuera él quien se estuviera quedando sin oxígeno. Era una auténtica pesadilla. ¿Quién podía hacer algo tan lógico y coordinado como apuntar a un blanco con un arma cuando su nivel de oxígeno en sangre estaba por debajo del 60%? Era una imposibilidad médica.

La Walther Q4 de
Chatarra volvió a disparar. No había apuntado bien, así que la bala perforó la bolsa de drenaje, rociando la solución de conservación del corazón por todas partes.

Suenaga, aferrado al cuerpo inmóvil de Nomura, se giró para mirar, y apenas podía creer lo que veía.
Chatarra estaba de pie. Suenaga soltó un grito quejumbroso. Chatarra se dirigió hacia Suenaga, apuntándole con la pistola, pero se desplomó bruscamente hacia delante, como un boxeador al que hubieran golpeado limpiamente en la barbilla, y cayó encima del cardiocirujano. El arma se le escapó, pero la mano abierta del hombre atrapó la garganta de Suenaga. Jadeando, Suenaga agarró una de las jeringuillas que se habían caído del carro de Nomura y la introdujo en el cuello de Chatarra, enviando la solución cardiopléjica que estaba destinada a Junta al torrente sanguíneo del monstruoso hombre.

Mientras Suenaga y
Chatarra se enzarzaban en una batalla mortal, Koshimo consiguió abrir la bolsa del carrito y sacar la barracuda. Parecía más pesada que una pesa de doscientos kilos. Su nivel de oxígeno era aún más bajo. Koshimo puso toda su fuerza en la empuñadura y apretó el gatillo. Sólo pudo hacerlo una vez.

Los perdigones de doble tiro destruyeron la puerta sellada. La diferencia de presión de aire entre ambos lados provocó una explosión, y la puerta fue arrancada como si la hubiera golpeado un coche, enviando ráfagas de aire fresco.

A través de unos ojos apagados, Koshimo observó cómo una sombra saltaba silenciosamente hasta el borde del carro quirúrgico, tan ágil como un mono.

Parecía un niño, pero también un adulto. Miraba fijamente al Junta dormido. Llevaba un brillante tocado de plumas verdes sobre la frente, la cara pintada de amarillo y negro, una piel de jaguar alrededor de la cintura, un escudo cubierto de piel de serpiente y sandalias tejidas con piel de ciervo pintada de rojo.

Levantó la cabeza y dirigió sus ojos hacia Koshimo; no eran humanos. Dos luces de obsidiana ardían como llamas oscuras.

El dios miró fijamente a Koshimo. Como el pájaro quetzal, inclinó ágilmente la cabeza de un lado a otro.

Cuando Koshimo abrió los ojos, estaba tumbado boca arriba, mirando al techo del quirófano. Cayó bruscamente en un violento ataque de tos, y luego inspiró tan desesperadamente como quien llega a la orilla justo antes de ahogarse. Sentía como si le estuvieran pisando la cabeza y las extremidades.

Muy lentamente, Koshimo consiguió ponerse de pie y caminar, pero tropezó y tuvo que apoyar las manos en el carro quirúrgico. Estiró una mano para apoyarla en el pecho de Junta. Un débil latido palpitó en las yemas de sus dedos.

Deseó que alguien de la
familia le dijera si estaba bien quitarle el respirador a Junta. Mirando alrededor de la habitación, el único hombre que seguía vivo era el que ya no estaba en la familia.

El peso muerto de
Chatarra, de más de ciento cincuenta kilos, inmovilizaba a Suenaga contra el suelo. Intentaba desesperadamente agarrar la Walther Q4 que se le había escapado de las manos al muerto.

―Si se lo quito, ¿dejará de respirar? ―preguntó Koshimo, señalando la máscara de oxígeno sobre la cara de Junta.

Suenaga asintió. No había respiración autónoma bajo anestesia general. Si se le quitaba ahora el respirador con carga, el chico moriría, y su corazón no podría ser enviado a su destinatario.

Koshimo comprobó el tubo de alimentación por goteo y descubrió que la solución estaba vacía.

―¿Puedo sacarlo? ―preguntó.

Suenaga no respondió. Koshimo le apuntó con la barracuda. Suenaga asintió sin decir palabra.

Koshimo quitó la cinta que sujetaba la jeringuilla intravenosa en el brazo de Junta y sacó la aguja.

Se subió al hombro izquierdo la bolsa que contenía la barracuda y, con la mano derecha, recogió a Junta y el respirador. Koshimo empezó a salir del quirófano, pero se detuvo. Aún temía al dios. Pero esto no era un teocalli, y Toxcatl no estaba siendo celebrado en ese momento. De eso estaba seguro.

Pero si se trataba de un Toxcatl real, eso significaba que había robado el sacrificio de Tezcatlipoca.

Al menos debería haber preparado un regalo para calmar la ira del dios supremo. Koshimo dejó a Junta y al respirador en el suelo, abrió su bolsa y sacó el macuahuitl.

Suenaga se dio cuenta de que Koshimo se acercaba, abrió la boca y gritó a través de la máscara de oxígeno. Se retorció y luchó bajo el cadáver de
Chatarra, moviendo la cabeza violentamente de un lado a otro. Koshimo se cernía sobre él.

―Espera ―balbuceó Suenaga. Su voz se apagó debido a la máscara―. Si yo me voy, ¿quién le sacará el corazón al chico? No podrás ofrecérselo a tu dios. Si eso ocurre, tu amado
padre sufrirá justa ira, al igual que tú.

Koshimo consideró esto brevemente. ―Entonces dime el nombre del dios.

Suenaga no pudo responderle.

Koshimo contempló la ancha espalda de
Chatarra, inmóvil sobre Suenaga, y luego miró a El Loco, El Mamut y El Casco. Pudo ver sus caras. Todos estaban muertos y quietos, con los ojos abiertos.

Koshimo levantó el macuahuitl. Suenaga habló en español, un desesperado último intento.

No lo hagas. Somos familia.

―Ya no somos familia ―replicó Koshimo en japonés. La cara de Suenaga se distorsionó de odio.

Maldito niño.

Esas fueron las últimas palabras que pronunció.

Koshimo estaba agotado por la terrible experiencia, y necesitó cuatro golpes del macuahuitl para cortar finalmente la cabeza de Suenaga.


Xia estaba transportando el contenedor de hielo para el corazón a la sala de operaciones cuando oyó que algo se rompía en el pasillo y dejó de hacer lo que estaba haciendo. Estaba amortiguado por las habituales capas de puertas de seguridad, así que no podía estar segura, pero sin duda sonó como una explosión. Dejó el recipiente de hielo en el suelo y escuchó con cautela.

Cuando no pasó nada, se dirigió con cuidado al vestíbulo y de repente se encontró con Koshimo. Llevaba a un niño, con respirador y todo, y en una mano colgaba la cabeza cortada de Laba-Laba, con una máscara.

Sin apartar los ojos de Koshimo, Xia echó mano al cuchillo táctico que llevaba en el cinturón. También llevaba su bastón especial de policía de acero al carbono.

Nextli se interpuso en el camino de Koshimo. A su alrededor, vio un aura negra y oscura de asesinato. «Muévete», le exigió. Quería salir de este lugar subterráneo.

―No hasta que te expliques. Ese chico... ―dijo Xia, fingiendo iniciar una conversación antes de cargar bruscamente contra Koshimo. A un paso de él, cayó de cabeza a su derecha. Xia apuñaló el pie izquierdo del joven con el cuchillo y lo sacó mientras caía. El entrenamiento de CQC que había recibido durante su permanencia en el cuerpo de policía le decía que debía atacar 
primero los pies del hombre más corpulento. Luego desenfundó su porra de acero de carbono preparándose para el siguiente movimiento. Sin embargo, algo la golpeó en la cara.

Era la cabeza de Suenaga, que Koshimo había blandido con toda su fuerza. Un rostro vivo chocó con uno muerto; el impacto fue lo suficientemente fuerte como para fracturar el cráneo de Suenaga. Las gafas de Xia salieron volando, y su cuenca ocular y pómulo se hicieron añicos. Rodó hacia el otro lado del pasillo como si la hubiera tirado un coche. Más que una conmoción cerebral, se había roto el cuello.

Koshimo recogió su cuchillo táctico del suelo. Se acercó el cuchillo a la cara antes incluso de haber comprobado su herida, sólo para ver de cerca la hoja y el mango. Era de tungsteno de Damasco, y el mango de color canela tenía un agujero para el pulgar. El cuchillo no procedía del taller.

Llevaba a Junta, el respirador, la cabeza de Suenaga y la bolsa con las armas dentro, y todo ello cojeando de un pie lesionado. Koshimo buscaba las escaleras a la superficie, pero no sabía dónde encontrarlas. Avanzó por el pasillo, luego retrocedió, y había desandado el camino varias veces cuando oyó el grito de un niño.

Koshimo se dio la vuelta y vio a Yasuzu Uno.

―Malinal ―dijo Koshimo, con los ojos muy abiertos. 

―¿Yasuzu...?

Yasuzu había acompañado a una niña de seis años al baño y al salir se encontró con un espectáculo horrible e impactante.

Un hombre espeluznante, enorme, sosteniendo una cabeza cortada que aún llevaba una máscara de oxígeno. Reconoció el rostro ensangrentado del espeluznante trofeo. No llevaba puestas las gafas, pero sin duda era el médico. Más adelante en el pasillo, Xia parecía estar desplomada en el suelo.

Yasuzu se quedó mirando al gigante. No podía hablar. Era el joven que trabajaba en el taller de Odasakae. En su mente, gritó:

¿Por qué estás aquí? ¿Qué hiciste? ¿Y quién está encima de tu...

¿Junta?



Xia había asignado a Yasuzu el turno de noche. Cuando la niña se despertó, Yasuzu la acompañó al baño y la devolvió a la cama. El grito de la niña hizo que Yasuzu volviera en sí. Agarró a la niña de la mano y echó a correr, pero el largo brazo de Koshimo se estiró y la agarró por el pelo, arrastrándola hacia atrás.

Yasuzu soltó a la chica y la empujó hacia atrás.

¡Corre! ¡Vuelve a tu habitación y cierra la puerta!

Si el joven iba a ir tras la niña, Yasuzu estaba dispuesta a morir intentando detenerlo. Se alarmó al ver lo rápido que había tomado esa decisión, pero cuando vio los ojos de Koshimo mirándola fijamente, se sintió abrumada por su presencia. Parecía aún más grande que la última vez que lo había visto. Su corazón se debatía entre el deseo de salvar a la niña y el miedo que le decía que huyera. Sus ojos se llenaron de lágrimas y su cuerpo se estremeció.

No tenía sentido. ¿Por qué estaba Koshimo aquí, con la cabeza del doctor, y por qué estaba Junta con él? Acababan de aprobar que una pareja de ancianos australianos acogiera al chico como hijo adoptivo. Junta había sido enviado anoche. ¿Por qué seguía aquí? No estaba enfermo, pero llevaba lo que parecía un dispositivo de respiración artificial y parecía estar inconsciente. No tenía sentido. Nada encajaba. Aun así, Yasuzu tenía que protegerse de un modo u otro. Pero no tenía armas de ningún tipo.

―Quiero salir de aquí ―dijo Koshimo, tratando de mantener la calma, apuntando el cuchillo de Xia a Yasuzu―. Conduce el coche por mí.

En su mano, el arma parecía tan pequeña como un cuchillo de mantequilla.


Aquel día, el coche de alquiler que esperaba en el estacionamiento de Saiganji era un Toyota Alphard blanco, como la primera vez que Yasuzu llevó a Koshimo al taller. La matrícula era diferente, pero la coincidencia parecía destilar su mala fortuna. Yasuzu agarró el volante, se sorbió los mocos, tragó saliva y encendió el motor. Tenía los ojos enrojecidos.

―¿Adónde debo ir?

La cabeza humana cortada -que pertenecía a alguien que ella conocía- se limitó a rodar por el suelo a los pies de Koshimo en el asiento del copiloto. A él no parecía importarle. Llevaba una pistola enorme en el regazo, como nunca había visto Yasuzu. Aquello le parecía una locura. Junta descansaba en la parte de atrás, dormido, con el respirador puesto.

Koshimo le dijo adónde ir.

Ahora que ya no creía en Toxcatl, el único destino era el taller. Cuando el coche salió del estacionamiento de Saiganji, Koshimo hizo una llamada a Pablo; se había ido a casa a pasar la noche. Koshimo le dijo:

―Saqué a uno de los niños del refugio. Creo que
Padre se enfadará. Ahora voy al taller.

Valmiro daba caladas a un puro en su mesa del despacho de Sakuramoto. No apartaba los ojos del calendario pegado a la pared. Era jueves, 26 de agosto de 2021 d.C., según el calendario gregoriano. Era el año de la Novena Casa, el décimo mes, en la trecena del Agua, el día de Dos Perros.

Ya deberían haber terminado de trabajar con el chico de sangre tipo O, pero
Chatarra aún no se había reportado. Tampoco había noticias de El Loco.


Valmiro soltó una gran bocanada de humo, descolgó el teléfono y comprobó la ubicación de
Chatarra. Saiganji, Ota, Tokio. Sus coordenadas aparecían en el mapa. Lo mismo para El Loco. El Mamut y El Casco también estaban en el refugio. Incluso Suenaga estaba allí. Era hora de que el corazón fuera enviado fuera, pero nadie se había movido de las instalaciones subterráneas.

Excepto uno.

Las coordenadas de Koshimo lo situaban en Kawasaki.

Valmiro se convirtió en una estatua en la oscuridad. Ni siquiera respiraba.

¿Qué demonios estás haciendo, Chavo?


Pablo ya esperaba a Koshimo en el taller y no perdió tiempo en escucharlo. Cuando vio la cabeza ensangrentada de Suenaga, no acusó a Koshimo de nada, ni intentó llamar a la policía.

Aquello resultó impactante para Yasuzu. ¿Qué les pasaba a los hombres de este taller? ¿Estaban los dos locos, maníacos homicidas?

―¿Lo sabías? ―preguntó Pablo a Yasuzu, con rostro severo.

―¿Saber qué? ―Ella no tenía ni idea de lo que le estaba preguntando. Era ella la que tenía todas las preguntas.

―No tenemos tiempo. Sé sincera conmigo ―insistió Pablo―. ¿Cuánto sabes de este acuerdo comercial?


A Yasuzu le resultaba casi imposible creer lo que Pablo le contaba. Era una historia de actos criminales a una escala escandalosa. ¿Realmente mentiría así para proteger a su aprendiz convertido en asesino? Le pareció que la expresión de Pablo no era más que una súplica desesperada.

Corazones extraídos, un crucero que transportaba a los hijos adoptivos de los más ricos... todo aquello era inimaginable. Y si aceptaba la historia que le estaba contando, entonces todos los niños que había llevado al refugio, con los que había jugado, a los que había ayudado a bañar, a los que había metido en la cama y a los que había enviado a nuevas familias eran...

No era verdad. No podía serlo. Yasuzu cerró los ojos. Ese cuchillero era un asesino, igual que Koshimo, y estaba disfrutando llenándole la cabeza de falsedades. Miraban la cabeza cortada de un hombre muerto y no pensaban nada. Por supuesto que mentirían...

Custodiar sólo a niños indocumentados, un sueldo desmesurado, un coche de alquiler diferente cada día, Junta todavía en el refugio cuando supuestamente lo enviaron al extranjero, con una bata de hospital y anestesiado -los médicos que venían al refugio, médicos clandestinos-, corazones frescos...

Junta seguía durmiendo encima de la manta que Koshimo había colocado sobre el banco de trabajo.

―Aleja esa cosa de él. Por favor ―gritó Yasuzu.

Koshimo no tardó en hacer lo que le decía y retiró la cabeza de Suenaga de la mesa, colocándola en el suelo.

Entornó la cara y le dijo a Pablo:

―Si todo esto es verdad, ¿qué pasa si se lo cuento a la policía? ―¿Vas a llamar a la policía aquí? ―replicó él.

Yasuzu se limitó a mirarlo con los ojos enrojecidos e hinchados por el llanto.

―Koshimo ―empezó Pablo. Empezaba a entrarle el pánico, pero hizo todo lo posible por mantener la calma―. Si tu
padre se metiera en un tiroteo con la policía aquí, ¿cuánta gente moriría?

Koshimo acababa de limpiarse la puñalada del pie izquierdo. Puso la mano derecha sobre la mesa de trabajo y empezó a contar los dedos. En su mente imaginó una barracuda escupiendo fuego y policías cayendo. Empezó por el pulgar y contó hasta el meñique. Luego hizo una pausa y siguió contando extendiendo de nuevo los dedos, empezando por el meñique.

Pablo se cubrió la cara con las manos y se quedó helado. No quería más muertes. Finalmente, soltó las manos, miró las luces del techo y exhaló. Miró al niño dormido sobre la mesa. Pensó en los ojos de El Cocinero, en todos los huesos C y en todas las calaveras.

―Por favor. Salva a este chico ―suplicó Pablo, caminando hacia Yasuzu―. Llévalo a la comisaría de Kawasaki en tu coche, tan rápido como puedas. Está a sólo un kilómetro y medio, así que sólo tardarás diez minutos. Recógelo, entra corriendo en la comisaría y pide protección para los dos. ¿Entendido? Estación Kawasaki. No una de esas cabinas de policía de la esquina.

―Yo también iré ―dijo Koshimo. ―Koshimo, si vas con ella...

Yasuzu podía ver el dolor en la cara de Pablo. Sabía lo que quería decir. Era una sensación extraña para ella. Koshimo era claramente un asesino, pero ella no sentía ninguna sórdida maldad en su ser. Tal vez fuera eso lo que lo hacía tan aterrador.


Pablo abrió el mapa sobre su mesa de trabajo. Con un rotulador, trazó un círculo alrededor de la estación de Kawasaki y le explicó a Yasuzu cómo llegar: por debajo del puente de la línea Nambu, luego por la calle Kyomachi-dori hasta cruzar Dai-ichi Keihin.

―Sigue recto hasta el estacionamiento de la estación ―le dijo Pablo―. Tan rápido como puedas. ¿Entendido?

Oyeron un ruido y se dieron la vuelta. Procedía de Junta, que ahora se retorcía sobre la estación de trabajo de Koshimo. Tenía los ojos cerrados, pero los globos oculares se movían bajo los párpados. En su aturdimiento inconsciente, alzaba la mano para quitarse la máscara de oxígeno.


Yasuzu corrió hacia el chico, que se estaba despertando de la anestesia, mientras Pablo se dirigía a la esquina del taller. Apartó el banco que sostenía la lijadora de banda que usaban él y Koshimo, examinó las tablas del suelo polvorientas, sopló el aserrín, luego levantó las tablas y sacó un teléfono inteligente y dinero en efectivo del espacio que había debajo. El dinero estaba dividido en yenes y dólares estadounidenses, cada uno sujeto con una pinza.

Le hizo señas a Koshimo para que se acercara.

―Cuando los hayas llevado a la comisaría, tienes que salir de aquí, Koshimo.

Puso el teléfono y el dinero en las manos de Koshimo y anotó un número de teléfono en un trozo de papel.

Era la información de contacto de un marinero de un barco de contenedores que hacía escala regularmente en el puerto de Kawasaki, una ruta de escape que había preparado por si alguna vez necesitaba huir del sucio negocio en el que se había metido.
Algún día. Pablo cerró los ojos. Ese día nunca llegará para mí. Pero no importa.

―Llámalo y luego sube al barco de contenedores con destino a Panamá ―le indicó Pablo, señalando el número que aparecía en el papel―. Sabes hablar español, así que podrás arreglártelas.

―¿Y tú?

Pablo miró a Koshimo a la cara y sonrió. Habría abrazado a su único aprendiz, pero no había tiempo.

―En marcha.


Valmiro frenó a catorce metros del taller, apagó las luces y observó. No se veía a nadie. Entraba luz por las ventanas.

Cuando el Jeep Wrangler estaba a unos siete metros del taller, Valmiro apagó el motor.

Agarró su barracuda, salió del Jeep y llamó a la puerta del taller antes de apartarse y mirar por la ventana. No vio a nadie moverse. Sonaba música. Cuando terminó la canción, una mujer empezó a hablar. Era la radio.

Valmiro volvió a la puerta y puso la mano en el pomo. No estaba cerrada. La abrió y pasó, manteniendo la barracuda en un ángulo de cuarenta y cinco grados.

Pablo estaba en su mesa de trabajo, con una camisa de franela a cuadros rojos y negros y sorbiendo una taza de café recién hecho. El olor de los granos era rico y fuerte.

Valmiro apuntó a Pablo con la barracuda.

―Apaga la radio ―ordenó en español. (*en el original está en inglés)

En lugar de eso, Pablo bajó el volumen. Miró el cañón del arma. El silenciador era grande y cuadrado. Aparte del punto de mira y los accesorios de la linterna, era idéntica a la escopeta que llevaba Koshimo.

―Se acabó,
Cocinero ―dijo Pablo―. Llegó el día del juicio final.

El teléfono inteligente de Koshimo, al que Valmiro había llamado repetidamente, estaba sobre la mesa de trabajo.

―¿Dónde está Koshimo? ―preguntó. ―No lo sé ―respondió Pablo. ―¿Qué hizo?

―Qué pregunta más rara,
Cocinero ―respondió Pablo con ironía―. Lo único que hice fue enseñarle a hacer cuchillos. Tú fuiste quien le enseñó a matar.

Las tablas del suelo crujieron bajo las pesadas botas de Valmiro. Vio la cabeza de Suenaga en el suelo y se acercó para recogerla y examinar el corte. Había motas negras en la sangre seca a lo largo de la carne mellada del cuello: fragmentos de obsidiana.

―¿Dónde está Koshimo? ―repitió Valmiro.

Pablo no contestó. Valmiro puso el dedo en el gatillo de la barracuda, y Pablo cerró los ojos.

Valmiro apretó la empuñadura de la escopeta, expulsando el cartucho vacío. Lo recogió del suelo y se lo metió en el bolsillo de la camisa.

Salió del taller y estaba a punto de alcanzar la puerta de su coche cuando recibió una llamada de un chino, Cao Xu, aunque tenía otros tres alias. Era uno de los subordinados de Nextli y trabajaba para Hao. Su trabajo consistía en dar vueltas por el puente a lo largo de la ruta de transporte del choclo y esperar. Si había un accidente de coche, tráfico en obras o cualquier otra anomalía, debía ponerse en contacto con
El Cocinero y sus sicarios. Según todas las apariencias, Cao Xu simplemente iba a dar un paseo nocturno por el puente, vestido con ropa deportiva y un Apple Watch, llevando su teléfono inteligente, una identificación falsa y ningún tipo de arma.

―Estaba pasando por el puente y vi una furgoneta parada que venía del lado de Kawasaki ―dijo en inglés―. Chocó contra la valla que separa la carretera del carril peatonal. Un Toyota Alphard blanco, sin daños importantes. La matrícula es...

Cao Xu empezó el número con el sonido wa. Valmiro sabía que en este país, si la matrícula iba precedida de wa, se trataba de un coche de alquiler.

Uno de los que alquila la gente del refugio, pensó. Puede que se hayan deshecho de él, pero merece la pena ir a verlo.

Encendió el Jeep Wrangler y examinó el cielo nocturno a través del parabrisas. La luna estaba fuera, y rápidamente encontró el Triángulo de Verano entre las estrellas. Siempre se le había dado bien encontrarlo.

Valmiro se dirigió al puente.

El puente Rokugo, de cuatrocientos metros de largo, donde el Dai-ichi Keihin cruzaba el río Tama, conectando Ota y Kawasaki.


Durante su corto trayecto en coche, a Yasuzu le inundaron todo tipo de recuerdos.

La guardería que abandonó, los gritos e insultos de los padres y tutores en la reunión de orientación, el vaso de papel lleno de jugo de naranja que la golpeó, los pueblos de todo el país que visitó con su chaqueta de cuero, las falsas sonrisas que lucían los padres violentamente abusivos y, por último, los niños sin papeles, que apenas recibían una comida decente en un día y vestían la misma ropa durante semanas.

Pasó por delante de un estacionamiento de pago con una señal LED verde que indicaba que estaba libre. Las farolas se acercaban y desaparecían. No había gente caminando por la carretera que discurría paralela a la línea elevada de Nambu.

Llegaremos pronto a la estación, pensó Yasuzu. Sea cual sea la verdad, el chico estará a salvo una vez allí. La policía me hará todo tipo de preguntas. Tengo que contarles todo lo que sé.

Una inquietante calma se apoderó de ella. Empezó a surgir una persona muy distinta de la que intentó proteger de Koshimo a la niña en el pasillo del refugio.

Si fui cómplice de crímenes terribles, entonces los detectives podrían decidir registrar mi apartamento. Por supuesto que lo harán. Y en mi habitación hay...

Cocaína.



La palabra golpeó a Yasuzu como un rayo y tiró del volante. Los neumáticos chirriaron y el Alphard se sacudió.

Si la arrestaban, ya no tendría suministro. La angustia se apoderó de ella hasta que ese fue el único pensamiento que tuvo en mente. No podía imaginarse una versión de sí misma sin aquella nieve blanca.

Koshimo se alarmó al ver que no pasaba por el cruce. De repente, el Alphard aceleró el motor y corrió hacia el norte por Dai-ichi Keihin. La furgoneta pasó bajo el puente de la línea Nambu y aceleró.

Intersección de Motoki, Departamento de Bomberos de Kawasaki, Oficina del Distrito de Kawasaki... mantuvo el pie en el pedal, pero en ese momento ni siquiera sabía adónde se dirigía.

―¿Adónde vas? ―preguntó Koshimo.

Se saltó un semáforo en rojo, haciendo sonar una bocina tan larga como un silbato de vapor, pero mantuvo la mirada fija hacia delante.

―¿Adónde vas? ―gritó Koshimo. Fue lo bastante fuerte como para despertar a Junta, que gemía y se agitaba en el asiento trasero.

No puedo escapar de Padre. Koshimo estaba seguro. Nos atrapará y me sacará el corazón.


El Alphard entró en el puente Rokugo sobre el Tama a ochenta kilómetros por hora, por encima del límite de velocidad. Estaban a mitad de camino cuando Yasuzu frenó de golpe. Los neumáticos derraparon y chirriaron mientras el Alphard daba un coletazo y derribaba un poste de vigilancia con franjas rojas y blancas. Cruzó por debajo de la señal fronteriza que indicaba Ota Ward, en Tokio, y Kawasaki, en Kanagawa. El coche chocó contra la valla que separa la carretera del carril peatonal y se detuvo. Un faro delantero estaba rajado y la defensa, destrozada.

Yasuzu apretó la frente contra el volante entre las manos y empezó a llorar. Junta miraba por la ventanilla, agarrado al asiento trasero.

Era todo lo que Koshimo podía hacer al ver a Yasuzu sollozar y murmurar. ¿Qué podía hacer? No sólo iban en dirección contraria a la comisaría de Kawasaki; este lugar era peligroso. Esta era la ruta que seguían los corazones desde el refugio hasta el puerto.

Koshimo no sabía conducir. Un taxi venía en dirección contraria. Pensó en parar el taxi para que los dos pudieran escapar, pero Padre podría encontrarlos por el camino. Dispararía la barracuda a través de la puerta y el parabrisas del taxi, dejando un conductor muerto detrás.

Un repentino presentimiento golpeó al alarmado Koshimo: una premonición de que
Padre se acercaba.

Nos está alcanzando. Estamos condenados.

No ir a la estación de Kawasaki había supuesto el fin de su huida.

Koshimo estaba desesperado ahora. Su mente se había desgarrado por la falta de oxígeno en la sala de operaciones bajo tierra, y ahora se estaba desgarrando de nuevo. Abrió la puerta del coche y aspiró aire fresco. Había trozos del faro esparcidos por el suelo. El Tama estaba oscuro. El río donde viajó en canoa con Pablo. Noche y viento.

Xochiyaoyotl. Guerra florida.

(NT: no me acuerdo si ya se explicó, pero en caso de que no o para los que no se acuerden, las guerras floridas eran las guerras que hacían los aztecas con el único objetivo de capturar prisioneros para los sacrificios humanos.)

Había algo en esa palabra. Se le metió en la cabeza. Koshimo cerró los ojos, sumergiéndose en el lecho de sus recuerdos.

La noche en que utilizó por primera vez su macuahuitl contra Tham Hoa, no mató a su objetivo con rapidez, por lo que pensó que no había conseguido fabricar un arma de guerrero adecuada. Sin embargo,
Padre no estaba de acuerdo.

No, esto es bueno.

“En la xochiyaoyotl, si matas a tu oponente, no tienes un sacrificio para tu dios. ¿Cómo latirá el corazón de un muerto? Esto es muy importante, Chavo. El corazón de tu sacrificio debe latir. Nuestro dios es el que se come ese corazón, no nosotros”.

De repente, Koshimo se dio cuenta de que tenía la respuesta. Sabía cómo salvarlos.

Eso es.

Movió la cabeza arriba y abajo. Entonces le dijo a Yasuzu su idea.


Dejar a Junta solo en el coche era aún más impensable para Yasuzu que dejar la coca. Los que se quedaban en el coche y se iban era al revés. ¿Dejar a Junta en el Alphard para que los dos adultos pudieran mirar desde una distancia segura? Por supuesto que no. Si había un hombre terrible persiguiéndolos, abandonar a Junta equivalía a matarlo ella misma.

Koshimo abrió la bolsa y sacó el macuahuitl de cocobolo. Estaba manchado con la sangre de Laba-Laba. Debería haber utilizado la barracuda, pero las balas no eran la herramienta adecuada para el xochiyaoyotl que se avecinaba.

La visión de aquella arma espantosa indicó a Yasuzu que Koshimo tenía intención de luchar, no de abandonar Junta. El monstruo al que él llamaba
Padre y Pablo llamaba El Cocinero. Pero, ¿quién es el verdadero monstruo? se preguntó Yasuzu, observando el arma en la mano de Koshimo. Parecía un remo con cuchillas negras en los bordes y restos de sangre.

Se negó a escuchar ninguna de las explicaciones de Koshimo, así que éste se dio por vencido y arrastró a Yasuzu fuera del asiento del conductor. Ella forcejeó, pero no gritó pidiendo ayuda. Había decidido no acudir a la policía.

Xochiyaoyotl. Toxcatl. Koshimo pudo oír la voz de Valmiro. Miró a los ojos del chico que estaba solo en el asiento trasero, asintió con la cabeza y lo tranquilizó en silencio.

Padre no puede matarte. No disparará. Sólo va a mirar dentro del coche para ver.

Valmiro llegó al puente de Rokugo en el Jeep Wrangler e iluminó el Toyota Alphard con los faros. Se detuvo a la izquierda con un espacio de un coche entre ambos, bajó la ventanilla lateral y escuchó.

Al cabo de un minuto, abrió la puerta en silencio y salió. Mantuvo la barracuda en posición vertical, a ras del cuerpo. La forma del arma era invisible en la oscuridad de la noche. Sólo apuntó hacia delante cuando se acercó por el lateral del Alphard. Estaba a quemarropa, suficiente para disparar a través de la puerta. Si un traidor dentro del coche le disparaba ahora, no reaccionaría a tiempo. Los
sicarios que Valmiro había entrenado nunca habrían permitido que un enemigo se acercara tanto.

Se asomó con cuidado al interior del coche. El asiento del conductor estaba vacío. Koshimo no estaba dentro. Había un niño en bata quirúrgica en el asiento trasero. Cerca había un respirador con carga.

Valmiro no podía ver la cara del niño, pero estaba claro que era el paciente del choclo. En lugar de abrir la puerta, echó un vistazo al otro lado del puente. Luego se acercó a la barandilla y buscó la orilla del río. Tenía la mirada perdida en la oscuridad. Podía oír el Tama corriendo por debajo. Había alguien en la orilla del Kawasaki. Por la silueta, parecía una mujer.

Fue entonces cuando sintió algo detrás de él.

Valmiro se giró.

Koshimo había estado colgado de la barandilla al otro lado del puente y había vuelto a levantarse. Llevaba un macuahuitl en la mano izquierda y se acercó lentamente a Valmiro. Había un separador central entre ellos. Koshimo se despojó de la camiseta, dejando al descubierto a la luz de la luna la pirámide escalonada que llevaba tatuada en el pecho.

El Polvo había estado una vez en la cima del mundo del narco, y era lo bastante agudo como para distinguir a alguien que estaba dispuesto a morir en una pelea de alguien que intentaba hacerse el duro. Aquí no era necesario un poder de observación tan afinado. No había engaños en las acciones de Koshimo, lo que hacía aún más obvia su traición.

Chavo ―gritó Valmiro cuando Koshimo se acercó a la mampara―. ¿No tienes un arma? ¿No tienes barracuda?

―No ―respondió Koshimo.

―Te daré una pistola ―ofreció Valmiro. Sacó la Walther Q4 de su cinturón y se la lanzó al joven―. No me obligues a matarte a sangre fría. Tómala y haz el trabajo tú mismo.

Koshimo echó un vistazo a la pistola que tenía a sus pies, pero acabó por ignorarla.

―Es una xochiyaoyotl,
Padre ―dijo―. Si me disparas, mi yollotl dejará de latir. El yollotl del sacrificio debe latir. Es el dios quien se come el yollotl, no nosotros. Tú me lo dijiste.

Valmiro no dijo nada. Se limitó a apuntar con la barracuda. En ese instante, Koshimo corrió hacia la divisoria y se elevó, lanzándose por los aires.

Tiró hacia atrás del macuahuitl y se elevó tanto que quedó por encima de Valmiro sin tocar el suelo.

Fue un salto extraordinario.

Valmiro levantó la vista y se quedó atónito, como fulminado por un rayo. No vio a ningún ser humano. Era Tezcatlipoca, entre la luna y las estrellas, con su larga cabellera al viento. ¿Por qué había perdido a sus hermanos y a su familia, había sido expulsado de México y había venido hasta esta isla del lejano Oriente? La epifanía fue instantánea. No fue por venganza, sino para encontrarse con el dios azteca. Era para ofrecerle su carne. Estaba extasiado por una belleza salvaje sin medida. El terror envolvió a Valmiro, y en su desesperación saboreó la alegría. Apretó el gatillo y la barracuda eructó fuego. Sabía que no podía ganar. Todo lo que Valmiro quería era demostrar que era un guerrero en presencia de su dios.

Podía oír el ronco graznido de su amada abuelita.

“Titlacauan. Somos sus esclavos”.

Mientras el macuahuitl descendía, Koshimo permitió que el destino decidiera si este único golpe mataría a Padre. Era la xochiyaoyotl. Se le mantendría con vida hasta su sacrificio, o moriría.


Las hojas de obsidiana hendieron el pelo y el cuero cabelludo de Valmiro, y la madera de cocobolo se clavó en su cráneo. Valmiro miró a los ojos brillantes del jaguar y sintió su aliento deslizarse entre los colmillos brillantes como humo caliente.

Chocaron, cayeron por encima de la barandilla del puente y se precipitaron al río Tama. Hubo un gran chapoteo y luego silencio. Yasuzu había estado observando el puente desde la orilla; se apresuró a volver y corrió hacia el coche. Empezó a meterse en el Alphard atascado en la valla, y luego miró el Jeep Wrangler que había detrás. La llave seguía en el contacto.

Levantó el pequeño cuerpo de Junta -que vomitaba como consecuencia del efecto secundario de la anestesia-, subió al Jeep y encendió el motor.

Sin embargo, no se dirigió a Kawasaki. En su lugar, Yasuzu condujo directamente hacia Tokio.



Cuando el coche llegó al final del puente, Yasuzu sintió como si por primera vez en su vida hubiera logrado algo que ella misma había ideado. Haría cualquier cosa para proteger a Junta. Ése era su único deseo. Y ver eso realizado...

Yasuzu agarró el volante y se secó las lágrimas, sólo para que vinieran más. ¿Cuánta gente había muerto?

Miró hacia delante, pisó el acelerador y se dio nuevos ánimos.

Puedo dejar la cocaína.

El oscuro río que dividía dos ciudades pasó bajo ellos, así de fácil. Como el calendario perdido, nadie vio a las dos personas que cayeron del puente.

Un calendario perdido.

Según el calendario juliano, el reino azteca cayó el 13 de agosto de 1521.

La fecha de hoy en el calendario gregoriano, 26 de agosto de 2021, si se hubiera convertido al juliano, habría sido el 13 de agosto de 2021, una coincidencia que incluso Valmiro ignoraba.

La noche en que cayeron al río fue exactamente cinco siglos después de la caída de los aztecas.




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