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Bueno, después de 7 años terminamos Gamers!, hace poco también terminamos Sevens. Con esto nos quedamos solo con Monogatari Series como seri...

Tezcatlipoca - Epílogo

 DÍAS MÁS ALLÁ DEL CALENDARIO

NEMONTEMI


La prisión construida en el estado mexicano de Sonora -situada en el desierto más brutal del planeta- albergaba a 1.277 criminales que cumplían condena. La mayoría eran narcos, con un puñado de asesinos por placer o beneficio personal.

El edificio estaba rodeado de vehículos blindados las veinticuatro horas del día, e incluso si un preso escapaba milagrosamente, no le esperaba más que el inhóspito desierto de Sonora. Era imposible sobrevivir sin equipo.



Domingo Echevarría estaba terminando un almuerzo insípido en la cafetería de la prisión. Sentado junto a Domingo había un hombre al que llamaban El Profesor. Cumplía cadena perpetua por matar a treinta y ocho chicos de mediana edad. Estaba vivo sólo porque México había prohibido la pena de muerte.



El Profesor conocía muy bien al delgado inmigrante argentino sentado a su lado. No había preso que no conociera a aquel hombre.

Un asesino cuyo número de cadáveres superaba con creces el suyo propio. El hombre que desafió la ferocidad sin par de Los Casasolas, les robó la plaza y los llevó a la extinción.

Domingo Echevarría era el capo de la prisión de Sonora.

Al empezar siempre su comida después de Domingo,
El Profesor demostraba su silencioso respeto por el rey y su sumisión.



Habían pasado dos años desde que una operación de las fuerzas especiales de la SEMAR (Secretaría de la Marina) logró detener a Domingo Echevarría, líder del cártel Dogo.

Los principales miembros del cártel estaban repartidos por prisiones de varios estados. Sin su liderazgo, las fuerzas restantes del cártel se dividieron en tres facciones que procedieron a declararse la guerra entre sí. Cada banda impulsó su legitimidad afirmando que Domingo volvería a liderarla.

La luz del sol inundaba la cafetería a través de una claraboya especial que bloqueaba el calor abrasador del desierto. Los prisioneros desayunaron en silencio. Sus tenedores y cucharas estaban recubiertos de goma de silicona amarilla redondeada para que parecieran juguetes infantiles, lo que impedía que se utilizaran como armas letales.

Un hombre caminó junto a Domingo cuando salía de la habitación y chasqueó los dientes tres veces. Era la señal de que tenía información que dar.

Los paseos después del desayuno se realizaban en pequeños grupos. El grupo de Domingo seguía infaliblemente las pautas marcadas en el suelo del gimnasio. No estaba permitido salirse de las líneas, porque los guardias de la prisión armados con fusiles de asalto vigilaban desde todas las direcciones. Lo llamaban paseo porque se caminaba, pero hasta ahí llegaba la descripción. Lo único que se veía era el techo, las paredes, el suelo y los cañones de las armas.

Un hombre llamado
La Mandíbula se acercó despreocupadamente a Domingo. Se llamaba así desde que recibió un disparo de escopeta y perdió un tercio de la mandíbula inferior.

―Domingo ―dijo
La Mandíbula mientras caminaban por el gimnasio―, mataron a El Polvo.

Por una vez, la expresión de Domingo cambió. Se sobresaltó al oír un nombre que hacía años que no oía. ¿Seguía vivo?

―¿Dónde murió? ―preguntó.

―En Japón. Los japoneses pidieron ayuda a los americanos y la DEA lo confirmó. Es él.

―¿Quién lo atrapó?

―No lo sé. Pero según los chinos, fue su propio hijo.

Domingo no dijo nada. Se quedó mirando la cinta en el suelo. Un guardia le advirtió que no dejara de caminar. Reanudó el paseo a lo largo de la línea blanca, y estaba llegando a una curva aburrida y familiar cuando preguntó:

―¿Qué pasó con el hijo?

―No hay información ―respondió
La Mandíbula.

Ése fue el final de su conversación. Tras una vuelta más al gimnasio siguiendo las líneas de cinta blanca, los guardias les informaron de que se había acabado la hora del paseo matinal.





Una madre caminaba junto a su hija de ocho años, cargada con un fardo de productos que había comprado en la tienda de artículos para el hogar. El estacionamiento del centro comercial era enorme y había que caminar mucho hasta el coche. A las tres de la tarde de un domingo en Naha, Okinawa, la temperatura estaba en su punto álgido, lo que provocaba una neblina de calor sobre el asfalto y hacía que los contornos de los coches parecieran fundirse en una mancha amorfa.

―Debería haber estacionado más cerca de la entrada ―se quejó la madre. ―Sí ―asintió la chica―. Siempre estacionas demasiado lejos, mamá.

Ambas llevaban sombreros de ala ancha y la madre gafas de sol. Abrió la cajuela trasera del auto, que estaba lo suficientemente caliente como para causar quemaduras, y colocó los objetos que había comprado en una bolsita. Empezó a empujar la puerta hacia abajo, pero se detuvo, dejando que se levantara de nuevo para poder inspeccionar sus compras. La madre había 
olvidado comprar tierra para las plantas de ornato. Suspiró y miró al cielo. Hacía demasiado calor para que los pájaros se molestaran en volar. Lo único que protegía la Tierra eran unas míseras nubes.

―Espera aquí unos minutos ―le dijo a su hija―. Tengo que volver a comprar tierra para el everfresh.

Abrió la puerta para su hija, arrancó el motor y encendió el aire acondicionado. Ya habían tenido que arreglar el aire acondicionado dos veces. Para evitar que la niña se mareara, la madre bajó un poco la ventanilla del acompañante.

―Las puertas están cerradas, ¿entendido? No las abras si viene alguien ―advirtió, quitándose brevemente el sombrero para secarse el sudor de la frente. Luego se apresuró a volver a la tienda.

¿Por qué no acercó el coche a la entrada? se preguntó la niña. Y ya no estoy en la guardería. Puedo abrir la ventanilla yo sola. Si tengo miedo de marearme por el calor, puedo abrir la puerta y salir. Pero sabía que si replicaba, su madre se enfadaría y perderían más tiempo. Siempre era así de descuidada. La niña de ocho años buscó la botella de plástico en el portabebidas y tragó el agua caliente que contenía. A través del parabrisas, pudo ver la silueta de su madre vacilando bajo el calor hasta que desapareció en el interior de la tienda.

Un camión entró en el estacionamiento y se detuvo a unos veinte metros detrás del coche. Lo miró por el retrovisor lateral. En el camión iban dos hombres, uno de los cuales salió del lado del copiloto.

La chica se quedó asombrada por su tamaño. El colosal hombre vestía una camiseta negra y tenía los brazos cubiertos de tatuajes. Sus extremidades parecían moradas desde los codos hasta las muñecas. Llevaba el pelo más allá de los hombros, recogido en varias trenzas. Cojeaba un poco del lado izquierdo al andar y su piel era demasiado oscura para ser japonés.

Podría ser un marine, pensó la chica. Su profesor había sido muy claro durante la clase, indicando a los alumnos que no se acercaran a los soldados americanos cuando estuvieran solos. Sin embargo, no estaba segura de que aquel hombre fuera un marine. No tenían hombres con el pelo tan largo.

La chica contuvo la respiración mientras él se hacía más y más grande en el espejo lateral. Tengo que comprobar la cerradura. Ventana. Hay que cerrar la ventana. Estaba a punto de pulsar el botón para subir la ventanilla del acompañante cuando se dio cuenta, alarmada, de que el hombre gigante la estaba mirando a través de la rendija. Empezó a gritar, pero de su boca abierta no salió ningún sonido.

―¿Eres la hija de Pablo? ―preguntó Koshimo.

Ella no dijo nada. Por un momento, vio un atisbo del rostro de su padre en el de aquel hombre, a pesar de la total falta de similitud. Habían pasado tres años desde su muerte.

La chica apretó las manos, cerró la boca y miró fijamente al hombre. Nunca había visto a alguien con unos ojos tan claros y transparentes. El negro de sus pupilas era mucho más profundo que el de su padre, más prístino. Sin embargo, transmitían una luz indescriptiblemente extraña. Eran algo así como los ojos de un animal, pero no exactamente.

Cuando la aterrorizada muchacha no dijo nada, Koshimo sacó un sobre lleno de dinero e intentó meterlo por el hueco entre el marco de la puerta y la parte superior del cristal de la ventana, como si metiera un paquete por la ranura del correo. El pesado sobre aterrizó en el regazo de la chica dentro del coche. Lo hizo dos veces más.

Después de los sobres, Koshimo bajó lentamente un colgante de madera tallada por encima de la cabeza de la chica. Tenía la forma de una combinación de espirales y líneas, con un trozo de obsidiana incrustado en el centro y rodeado de trozos de jade y esmeralda. El objeto colgaba de un cordel amarillo, girando para atrapar la luz y reflejar sus colores, negro y verde. Koshimo soltó el cordón y el colgante cayó en las manos de la muchacha.

―¿Tú...? ―consiguió decir por fin la niña―. ¿Conoces a mi padre? Él asintió.

―¿Puedo hablarle a mamá de ti?

Koshimo volvió a mirarla a los ojos. Tras pensarlo un momento, se inclinó más hacia la ventana.

―La noche y el viento no se ven ―dijo―. Probablemente estábamos soñando.

Ella se lo pensó. Había algo en el hombre gigante que la hacía pensar que no lo estaba mirando realmente. Se sentía como si estuviera flotando en un sueño. La chica parpadeó y miró el colgante de madera. Había algo escrito en la parte de atrás.
Koshimo y Pablo. Al ver el nombre de su padre, dejó de respirar y cerró los ojos. Un trueno retumbó en la lejanía.

Una ráfaga de viento sopló en el estacionamiento y la niña abrió los ojos. El viento aullaba. Pudo ver a su madre regresar. El repentino viento la golpeó de frente, tirándole el sombrero. Se giró para perseguir a la cosa que bailaba. La chica miró por el retrovisor, pero el hombre enorme que cojeaba había desaparecido, al igual que el camión.










BUSQUEN UN ÁGUILA ARRIBA UN NOPAL DEVORANDO A UNA SERPIENTE Y AHÍ ES DONDE FLORECERÁN







*Por si alguien no lo sabe, este es el escudo oficial de los Estados Unidos Mexicanos.







―¿Qué siglo es éste en el calendario del hombre blanco? ―preguntó Libertad a los cuatro.

―El veinte ―respondieron tres de ellos. Un momento después, Duilio copió la respuesta de sus hermanos mayores.

―Así es ―dijo Libertad―. El tiempo del hombre blanco y el tiempo azteca son muy diferentes, pero hace unos ochocientos años, en el siglo XII, los aztecas vivían en una islita en medio de un lago. Allí había garzas, aztatl, así que la llamaron Aztlán. Y los que vivían en la isla eran los aztecas, la gente de la tierra de las garzas.

Entonces, un día, un tlamacazqui oyó la voz de Huitzilopochtli dándole una orden, y desde allí, los aztecas abandonaron su hogar en busca de un nuevo hogar. Huitzilopochtli es otra forma de Tezcatlipoca, y es su hermano.

Los aztecas vagaban por el desierto. Eran pobres y tenían pocas pertenencias, así que dondequiera que iban, la gente decía: 'Aquí vienen extraños que nadie conoce'. Si intentaban detenerse y levantar un poblado, estallaban peleas con los vecinos, y eran devueltos al desierto a vagar.

Los guerreros aztecas eran testarudos y más poderosos que los de cualquier otra tribu, pero su equipo era viejo. Sólo disponían de garrotes y escudos de mala calidad. Además, estaban hambrientos. Se enfrentaron a sus enemigos a pesar de todo y fueron abatidos y obligados a huir. Sus adversarios tenían espadas y largas lanzas y llevaban escudos hechos de piel de animal estirada sobre firmes armazones de madera.

Viajaron y viajaron, pero no pudieron encontrar un nuevo hogar y, exhaustos al fin, fueron a ver al rey de Culhuacán, que descendía de los toltecas, y le suplicaron tierras.

Pero ahora es hora de dormir, muchachos. Esto es todo por esta noche. Mañana continuaremos la historia.



Escuchen con atención ahora.

El rey de Culhuacán les dio a los aztecas una tierra seca y desolada, como todas las que habían recorrido. Estaba llena de rocas y serpientes de cascabel. Lo único que quería era exiliar a los aztecas y quitarlos de su camino. Esto era lo más cercano a hacerlo.

Los aztecas eran confiados, sin embargo, y estaban encantados de que el rey de Culhuacán les hubiera considerado dignos de recibir un hogar. Comieron las serpientes y bebieron su sangre, comieron los escorpiones y los frutos de los cactus, y dejaron descansar sus cansados huesos.

Al ver a los aztecas viviendo felices entre las serpientes y los escorpiones, el rey de Culhuacán empezó a preocuparse. Se preguntó si no habría sido mejor un exilio propiamente dicho.

Los ignorantes aztecas lucharon con otras naciones por el bien del rey y demostraron ser alarmantemente fuertes. Sus guerreros eran totalmente intrépidos siempre que tuvieran algo que comer y un lugar donde descansar. Utilizaban armas que robaban a sus enemigos. Como agradecimiento por su reconocimiento, los aztecas entregaban al rey todo el oro y las joyas que ganaban en las batallas.

Un día, el palacio recibió un gran cargamento de orejas humanas. Los aztecas se las habían quitado a sus prisioneros. En lugar de ofrecerlas a los dioses, se las dieron al rey de Culhuacán. Éste, disgustado, ordenó a sus hombres que se llevaran las orejas y se deshicieran de ellas en las montañas.

Con el tiempo, los aztecas se enteraron de que el rey estaba descontento con su regalo de las orejas de los prisioneros. Nunca más volvieron a ofrecerle un montón de orejas.

Bueno, chicos, es hora de meterse en la cama. Esto es todo por esta noche. Continuaremos la historia mañana.


Escúchenme con atención, muchachos.

Los aztecas se portaron bien, y el rey de Culhuacán se sintió muy aliviado. Estaba tan aliviado que cuando llegó un enviado de los aztecas y le dijo 
cortésmente: 'Para la noche anterior al festival, nos gustaría mucho invitar a la princesa a asistir', dio su bendición sin pensarlo dos veces.

La noche del festival, una mujer azteca que interpretaba a la novia de Huitzilopochtli bailaba con la piel de la hija del rey. Subir a los cielos y bailar con un dios era el mayor de los honores para los aztecas.

Pero el rey estaba enfadado, por supuesto. Todo lo que vio fue que su hija había sido masacrada y desollada. Los aztecas fueron acosados por las fuerzas del rey, y fueron expulsados de su tierra por el hombre en quien confiaban. Corrieron para salvar sus vidas mientras mataban a familiares y amigos, y fueron perseguidos hasta la orilla del lago Texcoco. No tenían adónde ir. Entonces, en un sueño, el tlamacazqui tuvo una visión y escuchó un oráculo.

“Busquen un águila arriba de un Nopal, devorando una serpiente, y ahí es donde florecerán”.

El tlamacazqui encontró que una isla en medio del lago coincidía perfectamente con su visión. Había un águila posada sobre un nopal excepcionalmente alto, con una serpiente atrapada en su afilado pico.

Los aztecas se reunieron a la orilla del agua y contemplaron el vasto lago de Texcoco.

Todos imaginaron el mundo del que habla el mito. Ese mundo es tierra plana rodeada de agua, con pilares rectos pero invisibles que penetran las trece capas de los cielos hasta el Omeyocán, hasta el Mictlán en el fondo de las nueve capas de la tierra.

Esta era la tierra prometida. Habían pasado doscientos años desde que abandonaron Aztlán. Su periodo de vagabundeo había sido por fin recompensado. La historia del imperio azteca comenzó en esa isla del lago de Texcoco.

Por eso, cuando ves ondear la bandera mexicana verde, blanca y roja sobre el Zócalo, o en el estadio de fútbol, o en un combate de boxeo, en su centro aparece la imagen de un águila comiéndose una serpiente sobre un nopal. Los hombres blancos robaron el mundo de los aztecas, y no les dejaron más que el paisaje de la profecía.

Ahora, vayan, muchachos, a la cama. Eso es todo por esta noche. Continuaremos la historia mañana.


―¿Quién fue el primer rey de los aztecas? ―preguntó Libertad a los cuatro.

―Acamapichtli ―dijo Valmiro. ―Así es. ¿Y qué significa? ―Significa Puñado de Flechas.

―Eres muy inteligente, Valmiro ―Libertad exhaló el humo de su pipa y le frotó la cabeza. Enseguida él se volteó hacia sus hermanos y les frotó la cabeza también, compartiendo la fuerza que recibía de su
abuelita. Ésa era la regla para un guerrero―. Cuando Tenochtitlan era sólo un pequeño pueblo ―dijo Libertad―, en los días de Acamapichtli, sus antepasados eran guerreros orgullosos. También eran excelentes cazadores. En la época del quinto rey, nuestro linaje era el más grande de los guerreros jaguar. Los hombres blancos llaman al quinto rey Moctezuma I, pero su verdadero nombre era Moteuczomatzin Ilhuicamina. Significa «Gobernante Furioso Golpea el Cielo».

Había bandas de guerreros dentro del ejército azteca. Los más grandes entre ellos eran los guerreros jaguar que servían a Tezcatlipoca. Tenían más experiencia y mucha más fuerza que los jóvenes guerreros águila que servían a Huitzilopochtli, aunque los brillantes cascos de plumas de águila de esos guerreros águila parecieran los más valientes y audaces.

Los guerreros jaguar se pintaban la cara de amarillo y negro, se ponían ropa de combate acolchada de algodón y cubrían sus poderosas extremidades con 
pieles de jaguar. Eran invisibles para los enemigos en la selva, se movían con rapidez y, lo más importante, el cuero hervido desviaba las flechas enemigas.

Su antepasado lideró a los guerreros jaguar en la batalla, los abatió una y otra vez y trajo grandes multitudes de prisioneros de vuelta a la ciudad. Moteuczomatzin Ilhuicamina dijo: 'Tú eres la verdadera personificación del mismísimo Yohualli Ehecatl'. Muchachos, su antepasado se sintió tan honrado que cayó de rodillas, bajó la cabeza y dejó al descubierto la parte posterior de su cuello, justo en la nuca. Significa que estaba tan conmovido que estaba dispuesto a que le cortaran la cabeza en ese momento. Para un ser humano, ser comparado con Tezcatlipoca es un honor que no puede expresarse con palabras.

Moteuczomatzin Ilhuicamina le dijo a su ancestro: “De ahora en adelante, te llamarás Tezcacoatl”. Significa Serpiente Espejo. ¿Por qué era una serpiente en lugar de un jaguar? Buena pregunta, Bernardo. Los aztecas tenían un dios llamado Quetzalcóatl, la serpiente emplumada, y luchó contra Tezcatlipoca en otra tierra. Así pues, llevar el espejo y la serpiente en tu nombre, tezcatl y coatl, es contener dos cosas opuestas a la vez: la noche y el día, la sombra y la luz, el agua y el fuego, la luna y el sol. Es un signo de verdadera grandeza.

Esto es todo por esta noche, muchachos. Continuaremos mañana.


¿Ya terminaron su tarea? Entonces hablemos más.

Se decidió que un nuevo teocalli a Tezcatlipoca debía ser construido al sur de Tenochtitlan, y los constructores comenzaron a construir los cimientos de la pirámide escalonada. Tezcacoatl tomó cientos de soldados extranjeros como prisioneros, y los trajo para ser sacrificados, enterrados en los cimientos. Con el tlamacazque, ayudó a extraer los corazones de los sacrificios, aprendió sus hechizos y adquirió una comprensión del trabajo del tlamacazqui. Se le permitió hacerlo gracias a su nombre especial.

El hijo de Tezcacoatl también tomó el nombre de Tezcacoatl, al igual que su hijo después de él. Ellos heredaron el manto del más grande de los guerreros jaguar, de hijo a hijo, y todos ellos participaron en la construcción del teocalli de Tezcatlipoca. La construcción duró siglos. Durante meses y años, apilaron las 
piedras, añadieron adornos y, finalmente, terminaron una obra de arte espectacular.

El octavo rey de los aztecas, Ahuitzotl, fue uno de los más poderosos y agresivos de todos los gobernantes. Recibió su nombre de una bestia acuática.

El dominio del reino se expandió mucho durante el reinado de Ahuitzotl; ningún otro pudo hacer frente a los aztecas. Pero en esa misma época, Tenochtitlan sufrió una terrible inundación. Murieron muchos miles de personas, la hermosa ciudad quedó destruida y el nuevo teocalli a Tezcatlipoca se inundó. El tlamacazque se ahogó junto con él. Incluso el poderoso rey Ahuitzotl fue golpeado en la cabeza con una roca y murió mientras escapaba de las inundaciones.

Tezcacoatl consideró esto. ¿Cómo podía ser que un rey tan poderoso pereciera y la ciudad sagrada se arruinara tan fácilmente?

En la mitología, se dice que una vez Tezcatlipoca destruyó el mundo provocando una gran inundación. Esto fue conocido como Nahui-Atl, la Cuarta Era del Agua, y duró 312 años.

Con el tiempo, su antepasado se dio cuenta de que Tezcatlipoca estaba enojado porque les faltaban sacrificios. Para evitar otro desastre como el de Nahui-Atl, tendría que tomar el papel de los sacerdotes ahogados y realizar los rituales. Reunió a artesanos de todo el país e hizo que se apresuraran a construir un nuevo teocalli. Era un edificio pequeño, pero los guerreros jaguar trajeron el doble de prisioneros que antes, y fueron sacrificados cada hora del día.

Pero eso es todo por esta noche, muchachos. Continuaremos con esto de nuevo mañana.


Ah, hay una hermosa luna esta noche. Deberían mirar por la ventana más tarde. Pero por ahora, continuemos donde lo dejamos ayer.

El noveno rey, Ahuitzotl, tenía un sobrino llamado Moctezuma Xocoyotzin. Los conquistadores lo llamaban simplemente Moctezuma, y los historiadores lo llaman Moctezuma II. Su nombre significa señor joven e iracundo.

Moctezuma Xocoyotzin dio muerte a todos los hechiceros nahualli que no previeron el diluvio. Ellos fueron los responsables de permitir la muerte del viejo rey. Al año siguiente, cuando llegó la temporada de lluvias, éstas se prolongaron y las aguas subieron. Cuando parecía que la ciudad se hundiría una vez más, los incesantes rituales y oraciones de Tezcacoatl dieron por fin sus frutos, y Tezcatlipoca sofocó las furiosas aguas.

Por ello, Moctezuma Xocoyotzin nombró a Tezcacoatl tlamacazqui oficial, permitiéndole ser a la vez guerrero y sacerdote encargado de los rituales sagrados.

Cuando iba a la batalla, a su antepasado se le permitía vestir ropajes de la realeza, como correspondía a alguien que era a la vez guerrero y sacerdote. Era un gran honor que ni los más grandes luchadores podían imitar.

En la cara llevaba una máscara con un mosaico de turquesas y dientes de nueve jaguares, en el cuello un collar de jade, en las orejas dos pendientes hechos con colmillos de murciélago y en las manos un hacha de obsidiana y un espléndido escudo. El escudo estaba cubierto de brillantes plumas verdes de quetzal y piel de cocodrilo, pues el verde era el color de los mejores guerreros. Brillaba como una estrella, y en su centro había un espejo que reflejaba el miedo de sus enemigos.

Su aspecto no tenía nada que envidiar al de un rey. Lo único que le faltaba era el tocado de plumas de un gobernante azteca. Cuando su antepasado caminaba entre los campamentos, otras bandas de guerreros temblaban de miedo y caían al suelo ante él.

Ahora, vayan y miren la luna antes de acostarse. Lo que ven allá arriba es la misma luna que se cernía sobre Tenochtitlan en los días de sus antepasados.




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