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Bueno, después de 7 años terminamos Gamers!, hace poco también terminamos Sevens. Con esto nos quedamos solo con Monogatari Series como seri...

Tezcatlipoca - Capítulo 32

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Cualquiera era capaz de sacar su sentido innato de la agresividad y convertirse en ese monstruo que acechaba en el abismo. Los que se sometían al entrenamiento sicario perdían algo que los hacía humanos. No había la más mínima pizca de culpa en las frías y pétreas miradas de aquellas máquinas de matar.

A nadie más que a
El Cocinero se le habría ocurrido la idea de utilizar el patio de automóviles en medio de Kawasaki como campo de tiro.

Cuando Nomura y Suenaga escucharon la sugerencia, se pusieron nerviosos. ¿Entendía
El Cocinero que ésta no era una sociedad armamentística?

Pero pronto comprendieron que el patio de automóviles era en realidad el lugar perfecto para un campo de tiro secreto. Estaba protegido por cámaras de seguridad, muros de chapa de acero y alambre de púas.

Sin embargo, no podían disparar siempre que quisieran. Los silenciadores de alta calidad y mucho ruido de desmontaje para disimular el sonido eran requisitos imprescindibles.

Antes incluso de aprender a decir hola y adiós en español,
Chatarra aprendió las particulares instrucciones de El Cocinero.

―Trae una barracuda.

Con esa simple orden, las escopetas fueron sacadas de debajo de un montón de piezas y preparadas para su uso, transformando el deshuesadero en pleno centro de Kawasaki en un campo de tiro.

El Cocinero llamaba "barracudas" a las Remington M870 equipadas con silenciadores Salvo 12.

Cuando daba la orden, sacar las barracudas de su caja metálica oculta era tarea de
El Taladro, uno de los trabajadores del deshuesadero.

Tenía diecinueve años, era japonés brasileño de cuarta generación.
El Taladro admiraba la fuerza de Chatarra y le admiraba como a un hermano. Su verdadero nombre era Flávio Kuwabata. Hablaba portugués, japonés y un poco de español.

El Taladro tenía experiencia disparando pistolas en las callejuelas de Río de Janeiro. Había vivido allí hasta que su madre lo trajo a Japón a los catorce años. Decidió que si Chatarra podía disparar en el deshuesadero, él también lo haría. El único problema era que El Taladro era tan miope que le costaba ver de lejos incluso con lentes de contacto. Y el joven no era ni de lejos tan sanguinario y violento como Chatarra.

Su papel, según
El Cocinero, consistía en preparar las barracudas, utilizar maquinaria pesada para disimular el ruido y asegurarse de que los silenciadores mantuvieran los disparos lo más silenciosos posible. Era una tarea muy, muy importante.

El Salvo 12, como su nombre indicaba, era un silenciador de doce pulgadas. Sin embargo, a diferencia del cilindro que la mayoría de la gente imaginaba cuando pensaba en silenciadores, éste se asemejaba a una caja larga y alargada. El objeto estaba fabricado en aluminio y acero inoxidable con un acabado negro mate que no reflejaba luz alguna.

Chatarra hizo lo que le enseñó El Cocinero, cargar cartuchos en el cargador de tubo, tirar de la empuñadura hacia atrás y luego empujarla hacia delante. Después, sólo tenía que poner el dedo en el gatillo.

La capacidad de la Salvo 12 para reducir el sonido era tremenda, aunque la cantidad de pólvora sin humo utilizada también influía. El silenciador cortaba absolutamente las frecuencias más altas al disparar, bajando el rango de decibelios al nivel de una pistola de clavos disparando contra una tabla, un sonido bastante común en las obras de construcción. Naturalmente, se podía disparar algo así sin orejeras.

Mientras tenían lugar las prácticas de tiro, El Taladro utilizaba una pala mecánica para desmontar ruidosamente los coches desguazados. Con aquel estruendo, podrían utilizar subfusiles, y nadie fuera del patio de automóviles sería capaz de identificarlo como un disparo.

Chatarra disparó al blanco de silueta humana lleno de agujeros a una distancia de diez metros, tiró hacia atrás de la empuñadura delantera y expulsó el cartucho de escopeta vacío que había sido liberado de sus perdigones de doble carga.

Fueron Los Casasolas quienes introdujeron la barracuda en los tiroteos mexicanos. Antes de ellos, a nadie se le había ocurrido poner un silenciador en una escopeta. Colocaron silenciadores en los dos tipos de escopetas: las de culata larga y las de culata corta. Colocaron linternas para utilizarlas en la oscuridad, dando prioridad a la eliminación de objetivos a corta distancia. A las armas de aspecto tosco y silenciadores cuadrangulares las llamaban con el nombre de un temible pez carnívoro, pero a los hermanos Casasola la forma del arma les recordaba a un arma azteca de la que les había hablado su
abuelita: el macuahuitl.

De todas las personas que frecuentaban el hervidero de actividad delictiva que era el Deshuesadero, dos fueron elegidos como
sicarios en potencia, pasaron la prueba del cachorro del Dogo Argentino y se les permitió participar en las clases de tiro de Valmiro. Sus apodos eran El Mamut y El Casco.

El Mamut, de nombre real Daigo Nakai, tenía veintinueve años, medía ciento noventa y un centímetros y pesaba ciento veintitrés kilos. Llegó dos veces a las finales nacionales de boxeo en el bachillerato y trabajó como bombero en Kawasaki después de graduarse. Aunque Nakai había estudiado en la misma preparatoria que Miyata, el dueño de la tienda, nunca lo había conocido en persona.

Cuando
El Mamut tenía veintiséis años, fue detenido por presunta posesión y consumo de marihuana, licenciado del cuerpo de bomberos y condenado a seis meses de cárcel. Tras salir, se abrió camino en un grupo criminal informal de Adachi, Tokio, y se ganaba la vida extorsionando a los anfitriones de clubes de altos ingresos.

El Casco, de nombre real Akira Ohata, tenía veintiséis años, medía ciento setenta y siete centímetros y pesaba setenta y nueve kilos. Antes había liderado una banda de motociclistas bosozoku en Sagamihara y empezó a trabajar con chapas metálicas una vez que se marchó. Estaba bebiendo en un pub con unos amigos del trabajo cuando se enzarzó en una pelea con otro cliente e hirió gravemente a tres, uno de ellos un karateca experimentado. Uno de ellos murió doce días después a causa de las heridas, y El Casco fue condenado a seis años de cárcel por homicidio involuntario. Una vez de vuelta en la cárcel, ganaba dinero como corredor de apuestas en las peleas que se celebraban en el deshuesadero y pagaba un tercio de sus ingresos a Chatarra, a quien idolatraba.

Tanto
El Mamut como El Casco eran buenos con las herramientas, aprendían rápido y mostraban talento para el manejo de las armas, aunque no eran tan hábiles como Chatarra. Aunque parecía gordo, Chatarra corría por el patio más rápido que ellos y le encantaba disparar armas.

En lugar del habitual blanco de círculos concéntricos, los blancos de silueta que utilizaban para practicar mostraban zonas vitales que resultarían mortales si se disparaba, como el cerebro, el corazón, los pulmones y el hígado. Por orden de Valmiro, Suenaga y Nomura dibujaron diagramas de los órganos, y luego
El Taladro los copiaba y los pegaba en los blancos.

Una vez que habían disparado a docenas de blancos inmóviles, pasaron a los neumáticos viejos. Los que estaban desgastados y con las bandas de rodadura agotadas los hacían rodar en varias direcciones para aproximarse a un blanco en movimiento. Cualquiera que no pudiera matar a una persona a la carrera no valía nada como
sicario.

El Cocinero cogió una barracuda para él y se unió al ejercicio para instruir al trío.

―Cuando bajen el arma para ocultarse tras una cobertura, asegúrense de que la boca del cañón quede delante de las piernas. La gente las dispara accidentalmente y se vuela los dedos de los pies o las rodillas.

―Lleven siempre la cuenta de cuántas veces has disparado. Las balas son vitales para su supervivencia. Si pierden la cuenta de cuántas les quedan, morirán como el perro estúpido que son.

―No se queden ahí parados como tiesos mientras disparan. Esto no es un juego. Nunca se queden en el mismo sitio. Imagínense que esos viejos neumáticos son fuerzas especiales. Prepárense para dar en el blanco desde cualquier posición.

Para minimizar el potente retroceso de las escopetas, El Cocinero les enseñó la técnica de empujar-tirar para poder disparar más rápido.

Empujaba hacia fuera con la mano en la empuñadura delantera y tiraba de la culata hacia el hombro. Al extender el cuerpo del arma hacia delante y hacia atrás, minimizaba el retroceso y disparaba con mayor precisión a altas frecuencias.

Chatarra, que era zurdo, tuvo que hacerlo a la inversa. Cuando probó el método de empujar-tirar, ya no necesitó utilizar la considerable fuerza de su brazo para mantener la boca del cañón en su sitio y pudo disparar a los neumáticos rodantes con una precisión significativamente mayor.

Esto es muy divertido, pensó Chatarra. Sonrió mientras salían volando cartuchos de escopeta por el rabillo del ojo. Se secó el sudor y empujó la empuñadura para disparar otra vez.

Disparar la barracuda le recordó a
Chatarra el tiempo que pasó como camarógrafo para la empresa de vídeo. En inglés, grabar con la cámara también se llamaba shooting. Había muchas características compartidas entre las dos acciones, y eso le daba a Chatarra una ventaja sobre El Mamut y El Casco. No necesitaba pensar cuál de las dos era más emocionante. Filmar le daba la oportunidad de ver cadáveres, pero disparar un arma los hacía.

Después de realizar el mantenimiento de la barracuda, llegó el momento de bañarse. Pero no era un baño ordinario. En el garaje había tres bañeras llenas de sangre de vaca, vísceras y agua tibia.
El Cocinero las llamaba estofado. Sus tres aprendices sumergían todo el cuerpo, con cabeza y todo, en el estofado, fundiéndose con el olor de la sangre. Luego tarareaban algunas canciones en español que él les había enseñado. No sabían qué significaban las letras, sólo que eran narcocorridos, canciones de alabanza a los narcos.

La visión de los hombres cubiertos de sangre de las tinas era un espectáculo estremecedor.
El Taladro, encargado de preparar el estofado en el garaje, vomitó varias veces durante el proceso.

Trajeron a un hombre que vivía en la calle para que les sirviera de blanco.

Un blanco vivo significaba lecciones prácticas. No tenían nada contra él. Sólo tuvo mala suerte.

Dispararon y mataron al hombre, que suplicó y suplicó por su vida, y luego se colocaron alrededor del cadáver para observar los efectos destructivos de la bala de dos disparos en el cuerpo humano. Su víctima tenía heridas de bala con las características marcas de "rat-hole" en el pecho y el estómago. Su cabeza había estallado como una sandía destrozada.

Chatarra, El Mamut y El Casco habían disparado de la misma manera, así que ¿por qué sólo le había explotado la cabeza al hombre? El Cocinero lo explicó.

―Es el cráneo. Cuando los perdigones entran en un espacio cerrado, se crea una onda de choque. La presión interna hace que el cráneo estalle así.

Al día siguiente, se ordenó a los tres hombres que se sometieran a un ayuno de tres días. Los encerraron en el garaje y les prohibieron salir.

Pasaron la noche en sacos de dormir, fumando cigarrillos y espantando mosquitos y moscas. Sólo se les permitía ingerir líquidos.
Chatarra y El Mamut se levantaban muchas veces para beber grandes cantidades de agua. El Casco se limitaba a leer manga que había descargado en su teléfono.

A la mañana siguiente de su ayuno de tres días, los dejaron salir del garaje y se adentraron en la lluvia. Pavoneándose por el embarrado garaje había un animal tan grande y sólido como un peñasco.

Un acuerdo con un corredor taurino de Shimane les había traído un toro vivo de cuatro años. La bestia pesaba casi novecientos cincuenta kilos. El precio indicado para el animal era de cuatro millones de yenes, pero Nomura había regateado por orden de Valmiro y, con algo de coca y éxtasis de Taiwán para endulzar el trato, lo consiguieron por dos millones y medio.

El Cocinero dio sus órdenes a los hambrientos hombres.

―Maten y coman al toro. Pero no pueden usar las barracudas.

Al toro de lidia negro de una tonelada le dieron un estimulante, y cada hombre recibió un cuchillo bowie de siete pulgadas de hoja. Se quedaron mirando los hombros levantados del animal y los cuernos que sobresalían a ambos lados de su enorme cabeza.

Después de la prueba psicológica de disparar a un perro, ésta era una tarea totalmente nueva y más desesperada: cazar un toro furioso armado sólo con un cuchillo después de tres días de ayuno.

Valmiro encendió un puro y observó atentamente a los tres hombres acercarse al toro con sus cuchillos.

Tanto si tenías experiencia en el asesinato como si no, el ritual de cazar el toro creaba lazos entre los cazadores y sus compañeros. Cuando tenía quince años, Valmiro y sus hermanos se unieron para matar un toro en un descampado de Veracruz. La criatura pesaba más de una tonelada, y los
narcos mayores se reunieron para disfrutar del espectáculo taurino ilegal. Los chicos no iban armados con pistolas ni garrochas de torero, sólo con machetes.

Aquella pelea había sido de cuatro contra uno. Valmiro había pensado que sus hombres estarían en desventaja, ya que sólo eran tres. Para igualar las probabilidades, este toro era más pequeño.

―¡
Vamos!

La orden de Valmiro provocó más ira en el toro que en los tres hombres. Así comenzó una loca cacería bajo la lluvia. Los hombres embarrados trataban desesperadamente de evitar las feroces embestidas del toro negro;
El Casco, el más ligero, se aferraba a su lomo y le clavaba salvajemente el cuchillo de bowie en el costado. La sangre brotó de las heridas, salpicando el suelo húmedo.

Chatarra se colocó frente al toro, le clavó el cuchillo en la frente e intentó partirle el grueso cráneo.

El toro resopló como un motor escupiendo gases de escape, sacudió la cabeza y levantó a
Chatarra, que seguía sujetando el mango del cuchillo clavado en la frente del animal. El hombre de más de ciento cincuenta kilos sintió que sus pies abandonaban el suelo.

El Mamut arremetió por la izquierda y clavó el cuchillo en un costado del cuello del toro. Cortó la arteria y la hoja llegó hasta las vértebras, pero la criatura no cedió.

Los tres se aferraron al toro con todas sus fuerzas para evitar que los arrojara. La lluvia enjuagaba la sangre que decoraba sus rostros, sólo para dar paso a más sangre. Era una plaza de toros sin vítores, ocupada por matadores aficionados en apuros.

Bajo oscuras nubes de tormenta, en el corral de automóviles se desarrollaba una batalla de la Edad de Piedra. El hambre, la caza, la sangre de sus presas: instintos profundos y eternos se canalizaban, dando lugar a un tipo especial de parentesco. Si combinamos nuestras habilidades, seremos más fuertes que esta enorme bestia. Somos especiales. Somos familia.

Somos familia.

El hechizo que les enseñó El Cocinero, por breve que fuera, adquirió un poder mágico al fundirse con la sangre del toro sacrificado. Se grabó en lo más profundo de sus conciencias. Ésta era también la fuente de la grandeza de los aztecas, ofrecidos a los dioses con corazones humanos encima del teocalli.

Chatarra soltó el cuchillo bowie clavado en la frente del toro y le agarró los cuernos.

―Dame tu cuchillo ―le dijo a
El Casco, que seguía colgado del lomo del toro.

En cuanto le llegó el cuchillo, Catarra lo agarró con ambas manos y, como si estuviera blandiendo un hacha, clavó la punta en la cabeza del toro de lidia con todas sus fuerzas.

El fino cuchillo bowie de
La Cerámica, fabricado en su taller de Odasakae, partió el grueso cráneo y destrozó los nervios craneales. El toro tropezó y cayó. El Casco habría quedado atrapado bajo el animal si no hubiera saltado.

El toro se quedó quieto. Tres hombres cubiertos de sangre y barro miraban al cielo lluvioso, con las extremidades extendidas, y respiraban agitadamente. La sangre del animal se acumulaba en el suelo, tiñendo de rojo la tierra húmeda.

Chatarra fue el primero en reír, y los otros dos le siguieron. Las gotas se hicieron cada vez más grandes, cayendo en cascada sobre los montones de chatarra del patio y convirtiendo la tierra desnuda en lodo. Entonces empezó de verdad la tormenta.





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