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Tezcatlipoca - Capítulo 36

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Cada vez que veía el portón de acero del depósito de automóviles, Pablo pensaba en la base militar estadounidense de Okinawa. Cuando se abrió, pisó el pedal y metió el Citroën Berlingo en el estacionamiento.

Los faros captaron la pala mecánica utilizada para el desmontaje; era tan amenazadora como un monstruo en la noche. Detuvo el coche en medio de un silencio espeluznante, cerró la puerta y se dirigió a la oficina situada encima del garaje.

La puerta del despacho ya estaba abierta. Pablo vio a Koshimo y a Miyata, el dueño del depósito. Estaban sentados en el sofá utilizado para las reuniones. Koshimo tenía la cabeza hundida y la camisa manchada de sangre.

Un agotado Miyata se dio cuenta de que Pablo había llegado. ―Esperaba darle una muda de ropa, pero nada le quedaba bien. ―¿Qué pasó? ―preguntó Pablo.

Miyata dio una calada a su vaporizador.

―Nuestro empleado fue mordido por el perro guardián. Aunque mordido quizá no sea la palabra adecuada...

No llegó a decir: "Y está gravemente herido y posiblemente moribundo".

―¿Mordido? ¿Por... ese perro? ―Preguntó Pablo en voz baja―. Koshimo, ¿también te hirió a ti?

Koshimo no contestó. Pablo se dio cuenta de que la camisa del chico estaba manchada de tierra además de la sangre.

―¿Se escapó el perro guardián? ―preguntó Pablo.

―Perro guardián ―repitió Miyata con desprecio―. Sabes que eso no es un perro guardián. Es un monstruo. Cuando dejé el cuerpo de bomberos, quería una vida más tranquila. Y mira adónde me ha llevado. Estoy rodeado de monstruos. No puedo dormir bien. Es incluso peor que antes.

De nuevo, Pablo preguntó:

―¿Dónde está el perro guardián?

―No está ―dijo Miyata―. Ese chico tuyo lo mató.

Atravesaron Kawasaki en plena noche.

Pablo intentó que la Berlingo circulara lo más despacio posible en el trayecto desde el depósito de coches hasta el restaurante de
El Cocinero, Papa Seca. Cuando se acercaba un semáforo, reducía la velocidad mucho antes de llegar a él. Necesitaba tiempo para pensar. La mente de Pablo era un caos. No había intercambiado ni una sola palabra con Koshimo.

En un callejón al lado de una intersección, algunos chicos estaban reunidos en una especie de peña, haciendo freestyle. En Kawasaki había una población de coreanos que habían crecido en Japón, no muy distintos de Pablo y Koshimo. Algunos hablaban el coreano de sus raíces y otros sabían inglés, pero otros no sabían hablar más que japonés. Mientras esperaba a que cambiara la luz, Pablo abrió la ventana para poder oír su música. Rap japonés, rap coreano, coros en inglés, beatboxing, palmas, zapateados.

Dentro del ritmo, eran libres. Los chicos eran de la misma generación que Koshimo. El semáforo cambió y Pablo pisó el acelerador.

Cuando llegaron a
Papa Seca, apagó el motor de la Berlingo, luego los faros. Había un cartel de CERRADO en la puerta, pero la luz brillaba a través de las ventanas. Pablo echó un vistazo al estacionamiento: un Jeep Wrangler, un Range Rover y un Toyota Tundra importado.

Algo golpeó la ventanilla de al lado. Había un hombre con el dedo doblado para golpearla, mirando a través de ella a Pablo, que seguía con las manos en el volante. Pablo ya había visto a ese japonés en el depósito de automóviles. Sabía su nombre: El Mamut. Pablo abrió la puerta.

―¿Qué hacen? ―dijo
El Mamut―. Salgan de una vez.

Los dos hicieron lo que les pedía.
El Mamut era un hombre enorme, de ciento noventa y un centímetros y ciento veintitrés kilos, pero incluso él se rio cuando vio a Koshimo de pie. Llevaba en la mano una camiseta lisa de color gris jaspeado, talla 8L.

―Ponte esto de momento.

Koshimo agachó la cabeza, se quitó allí mismo la camiseta ensangrentada y se puso la nueva.

El Mamut abrió la puerta con el cartel de CERRADO. Los bíceps sobresalían de su camiseta negra, y los tatuajes le recorrían los antebrazos hasta las muñecas.

Pablo entró en el edificio, que estaba lleno de gritos estridentes. Koshimo hizo ademán de seguirlo, pero
El Mamut le cerró el paso con un brazo.

―Vas a subir. Ven conmigo.

Pablo sólo pudo mirar cómo se iba Koshimo, con expresión dura. La puerta del restaurante se cerró en sus narices.

Koshimo siguió a
El Mamut por las escaleras exteriores hasta la oficina. El camino estaba atrancado por una puerta de acero y vigilado por una cámara de seguridad. La puerta estaba cerrada por dentro. Se abrió y El Mamut empujó a Koshimo para hacerlo pasar. Luego se dio la vuelta y bajó a seguir comiendo.

La habitación estaba completamente a oscuras; Koshimo no podía ver nada. Era incluso más oscura que las habitaciones privadas del reformatorio después de apagar las luces. Oyó que la puerta se bloqueaba sola tras cerrarse, pero no podía dar un solo paso sin saber qué había a su alrededor.

A pesar de estar rodeado de oscuridad, Koshimo sintió que alguien lo observaba atentamente. De repente, recordó una noche en la que hubo relámpagos, pero no truenos.

―Lleva tiempo que tus ojos se adapten a la oscuridad ―dijo un hombre en español―. Al final podrás ver.

Encendió una cerilla y prendió algo. Al cabo de unos instantes, Koshimo sintió un olor extraño, como una mezcla de néctar dulce y gasolina.

―¿Qué es eso? ―preguntó Koshimo, también en español.

―Copalli ―respondió el hombre―. Es la palabra náhuatl para la resina antes de convertirse en ámbar.

―...Náhuatl...

―El humo de copal es una parte crucial de la cultura azteca.

―...Azteca...

―¿Cuánto mides?

―Ahora mismo, mido... ―Koshimo trató de recordar cuál había sido el número la última vez que usó la cinta métrica en el taller. Había crecido cuatro quintos de pulgada desde que conoció a Pablo, así que estaba cerca de los doscientos cuatro centímetros―. Dos y cuatro.

―Viéndote ―comentó el hombre―, me recuerdas a Rafael.

―...Rafael...

―Rafael Contreras. Lo llamaban
El Yeti. Lo conocí una vez en Nuevo Laredo. También medía más de dos metros. Pero por lo que veo, tú eres más grande que él.

Koshimo seguía sin poder distinguir al hombre en la oscuridad. Sin embargo, el nombre le puso una idea en la cabeza, así que preguntó:

―¿Rafael era jugador de baloncesto?

―¿Baloncesto? ―El hombre encendió otra cerilla, pero ésta no fue a parar a un trozo de copalli, sino a un porro que tenía en la boca―. No, es un narco. Uno muy famoso. Probablemente siga en la cárcel.

Valmiro siempre esperaba en total oscuridad cuando citaba a alguien de visita. Las únicas veces que mantenía las luces encendidas eran con Nomura y Suenaga.

Tenía una granada aturdidora escondida en el cajón de su escritorio, un recuerdo de sus días en México. De ese modo, si un enemigo se acercaba con gafas de visión nocturna, podía robarle la vista al instante.

―¿Tu madre es mexicana? ―preguntó Valmiro.

―Sí ―respondió Koshimo. Empezaba a ver los contornos de la cara del hombre.

―¿De dónde era? ―De Sinaloa.

―Sinaloa ―repitió Valmiro. Exhaló un humo espeso―. ¿Te habló de su casa?

―No ―contestó Koshimo―.
Madre no hablaba de Sinaloa. Hablaba mucho de la Ciudad de México, de los fuegos artificiales en el Zócalo. Viva México.

―Ah, por el Día de la Independencia. La gran celebración ―dijo Valmiro―. ¿Te dijo tu madre qué hay enterrado bajo la Ciudad de México?

―No.

―Allí hay pirámides bajo tierra. Templos. Ciudad de México se construyó sobre la gloria de Tenochtitlan. Todo lo que tenían los aztecas fue destruido y ahora duerme bajo la ciudad.

―¿Quiénes son los aztecas? ―preguntó Koshimo.

Koshimo nunca contaba chistes cuando hablaba con los demás, pero cuando hacía preguntas muy directas, la otra persona a veces estallaba en carcajadas. Koshimo tuvo la sensación de que el hombre en la oscuridad iba a hacer lo mismo. Sin embargo, ni siquiera soltó una risita. Se contentó con no responder a la pregunta.

―Koshimo ―dijo Valmiro―, casi nunca me sorprendo. Pero cuando me enteré de que mataste al Dogo con tus propias manos, me sorprendí por primera vez en mucho tiempo.

―...Dogo...

―El animal que mataste en el depósito de coches.

Koshimo se mordió el labio. ―Lo siento.

Bajó la cabeza y la mantuvo así. Miyata, el presidente del depósito de automóviles, le había dicho que el perro pertenecía al dueño de un restaurante peruano. El animal ya se había ido, y el hombre al que atacó se estaba muriendo. Puede que él también estuviera muerto.

―Mantén la cabeza alta ―le dijo Valmiro―. ¿Recuerdas lo que pasó?
―Sí.

Todo fue grabado por una cámara oculta en un lugar que
El Taladro desconocía. Las acciones de El Taladro fueron poco menos que una traición. Liberó al Dogo en un intento de acusarlo de traición. Los traidores merecían la muerte. Pero para Valmiro, la traición del chico nacido en Brasil no era nada comparado con lo que ocurrió después.

Antes de conocer a Koshimo, Valmiro había visto todo el espectáculo en el vídeo de seguridad que Miyata le envió.

El Dogo Argentino volvió al cuadro, con el hocico ensangrentado después de casi matar a El Taladro. Koshimo tiró la caja a un lado, desparramando las tibias del ganado por el suelo.

Habían pasado cinco segundos.

El Dogo Argentino no reparó en los huesos. Apuntó a Koshimo y cargó contra él. El chico se mantuvo firme y extendió su largo brazo derecho. Agarró la cara del perro que gruñía y atrapó a la bestia en el aire, estampándola contra el suelo. Cerró el puño con la mano izquierda y lo golpeó contra la cabeza del perro.

Habían pasado diez segundos.

El perro de caza más fuerte del mundo se convulsionó, soltó la lengua y dejó de moverse. La fuerza del golpe hizo que uno de los globos oculares del animal saliera disparado. Parecía un efecto especial de una película. Desde su asiento, Valmiro sintió un escalofrío que le recorría la espalda. ¿Cuánta fuerza de brazo, cuánta fuerza de agarre, era necesaria para lograr semejante hazaña? Tampoco era sólo cuestión de fuerza. La agilidad para calcular el contraataque, la sangre fría para eliminar al enemigo... este chico las tenía a raudales.

―No estoy enfadado porque hayas matado al Dogo ―explicó Valmiro―. Pero, Koshimo, matar a esa criatura con tus propias manos va a suponer un gran cambio en tu vida. Ahora que me has conocido, ya ha cambiado.

¿Voy a volver al reformatorio? se preguntó Koshimo. Seguro que Pablo y Malinal se enfadan conmigo.

―Has sido elegido. Estás ante la pirámide ―dijo Valmiro, exhalando más humo―. Una vez allí, sólo te queda subir los escalones hacia el sol y la luna.

Los sacerdotes esperan en la cima para arrancar corazones. Tú serás uno de ellos.

Koshimo no tenía ni idea de lo que el hombre estaba hablando.

―No es tu problema que el Dogo esté muerto ―continuó Valmiro―. Tú sólo hiciste lo que era natural, Koshimo. Luchaste como un guerrero y venciste a 
la bestia. Pero, ¿y El Taladro? Todo esto es culpa suya. El Taladro nos traicionó, a su familia. No nos escuchó, y eligió liberar al Dogo. Es sólo porque tú luchaste valientemente contra el Dogo que él aún respira, a pesar de haber perdido la mitad de su cara. Ahora que se ha avergonzado, su vida llegará pronto a su fin. El Taladro debe ser castigado por sus acciones. Traicionó a la familia.

―...
Familia...

―Koshimo, a partir de hoy, tú eres nuestra familia. Estarás allí para vernos ofrecer
El Taladro a Dios. Pero antes de eso, baja a comer. Reúnete con Chatarra, El Mamut y El Casco. ¿Me entiendes, Koshimo? A partir de ahora...

"Somos familia".




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